El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 29

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Por una vez, Orosc Vlendgeron no se encontraba en su salón del trono. Como cualquier emperador maligno que se precie, en ocasiones (especialmente cuando pasaba algo medianamente importante) tenía que dar vueltas ajetreadamente por su fortaleza, dando órdenes a diestro y siniestro y gritando a cualquiera que se encontrase en el camino. No era una táctica especialmente útil; resultaba confusa y desorganizada, porque los que oían las órdenes no eran siempre los que tenían que cumplirlas, y así al final del día normalmente no se había hecho ni la mitad de lo que quería se hiciera. Por eso, en las emergencias verdaderas solía comportarse con mucha más calma y orden; pero, si quería conservar su puesto, de vez en cuando tenía que pagar su tributo de correr por Kil-Kyron pareciendo amenazador, y esta falsa emergencia era un momento tan bueno como cualquier otro. Además, tenía la esperanza de que, si daba suficientes vueltas al fuerte, al final se toparía con la desaparecida Beredik la Sin Ojos, o con alguna pista de su paradero.

—¡Ese trozo del techo está sin pintar! —bramaba ahora, señalando con el dedo a un puñado de guardias con aspecto de recién levantados. Ya había ordenado, de hecho varias veces, que alguien fuera en busca de la hija de Brux Belladona, que peinasen el fuerte a ver si encontraban a la Consejera Imperial, que reforzaran la vigilancia de la puerta de entrada (porque vale que el chaval de los cinco equipos de rescate había resultado no ser un asesino, pero aún así se había colado en la sala del trono sin problemas), y había organizado una patrulla que debía mandar a todos los del fuerte con cara de inútiles a que se vistieran de vagabundos y fuesen a racanear comida a los hogares de acogida del Bien; y se estaba quedando sin prisa pero sin pausa sin cosas importantes que vociferar—. ¡Arreglad esos desconchones! ¡Eh, tú! —gritó a uno que trataba de escabullirse entre las sombras—. ¡Ve a dar de comer a los cocodrilos del sótano!

El tipo al que acababa de dirigir su chillido salió corriendo, y los guardias empezaron a rascarse la cabeza mientras miraban los desconchones del techo. Reprimiendo un suspiro, Vlendgeron pasó de largo y siguió su travesía sin rumbo por los pasillos.

—¡Gran Emperador! —escuchó, al cabo de un rato. El chavalillo de los cinco equipos de rescate se acercaba trotando, seguido por un perro con cara de malas pulgas.

—Ah, tú —dijo Vlendgeron, frunciendo el ceño ligeramente—. ¿Qué pasa ahora?

—¡Señor! —exclamó Ícaro Xerxes, con su habitual dramatismo—. He perseguido a Marinina Crysalia Amaranta Belladona, que huyó hoy de la aldea de Surlán, más allá de las fronteras del Mal… y me temo que he de informaros de que ha caído en las manos del Bien. Ahora mismo, un paladín de la Benignidad la escolta hacia la sede de los servicios sociales.

—¿Marini… quién era esa? —preguntó Orosc, confundido.

—Marinina Crysalia Amaranta Belladona —repitió Ícaro Xerxes, sin atragantarse ni una vez—, residente de la aldea de Surlán, que se dio a la fuga esta mañana. Traté de…

—¡Ah, la loca hija de la otra loca! —lo interrumpió el Gran Emperador, cayendo en la cuenta—. Sí, sí. Pero acabo de ordenar que la persigan hace como media hora. ¿Quieres decir que ya has ido, la has encontrado y has vuelto, o qué?

—Yo me encontraba con ella en el momento de su huida, señor —informó Ícaro Xerxes—, y, puesto que cuando este hecho se dio, la que creo era su madre me urgió a que la persiguiera…

—Ah, sí —volvió a interrumpir Orosc, impaciente—. La loca madre mencionó que había mandado a un alelado tras ella. Así que eras tú.

—Uhm… ohm… sí —contestó el joven, dudando.

—Bueno, ¿entonces la han capturado los servicios sociales? —preguntó Vlendgeron—. ¿Hay alguna posibilidad de que le laven el cerebro y la dejen inútil? Porque, la verdad, sigo sin entender exactamente qué tiene de importante esa muchacha, pero sin duda eso nos ahorraría un montón de problemas.

—Se entregó voluntariamente a un caballero, paladín del Bien —informó Ícaro Xerxes—, para ser llevada a los servicios sociales. Sin embargo…

—Genial —suspiró Vlendgeron—, así que era eso. Seguro que lo canta todo. ¡Esa inepta de la loca madre! Alguien va a tener que instruirla sobre los beneficiosos efectos de un buen infanticidio a tiempo.

Godorik, el magnífico · Página 40

—No pienso hacer eso —Mariana dio un golpe a la mesa con el puño—. Si tienes razón en lo que dices, hay ciudadanos en peligro. Y si no tienes razón, y solo estás siendo paranoide, en cualquier caso la policía está cometiendo una injusticia contigo. ¿Crees que voy a quedarme de brazos cruzados?

—¿Cómo has llegado hasta aquí, de todas maneras? —gruñó Godorik—. ¿No te habrás tirado por el Hoyo?

—¿Tirarme por el Hoyo? —Mariana lo miró como si estuviera loco—. He cogido las escaleras en el nivel 27 y he bajado hasta aquí.

—¿Había escaleras? —preguntó Godorik, con cara de tonto.

—Pues claro que hay escaleras —espetó Mariana—. No va a haber aquí cámaras y pasillos si no hay ninguna forma de llegar hasta ellas, ¿no crees?

Godorik pasó la mirada a Agarandino y Manni, con aire acusador.

—Pero son área restringida —se defendió Agarandino, y dirigió a su vez a Mariana una mirada interrogante.

—Tengo un pase, caray —protestó esta—. Ese tipo de zonas están incluidas en el rango de seguridad azul.

—¿En el rango de seguridad azul? —se sobresaltó Agarandino, y señaló a Mariana con el dedo—. ¡Tú eres uno de los agentes de la Computadora!

Mariana enarcó una ceja, pero antes de que pudiera soltar una barbaridad, Godorik intervino:

—Mariana es gestora de un nivel —explicó al doctor, en tono de disculpa—, pero no es ningún siervo fanático de la Computadora, o lo que sea que usted se esté imaginando.

—¿Y quién es usted, de todas maneras? —espetó Mariana—. ¿Y qué hace aquí abajo?

—¡Yo soy la resistencia! —bramó Agarandino, alzando un puño. Entonces se escuchó un pitido de Manx, y el doctor tuvo que corregir, en tono bastante menos agresivo—. Nosotros. Nosotros somos la resistencia.

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—¡Mariana! —repitió Godorik, dando un paso adelante. Ella dejó de apuntar ni siquiera inconcretamente, y corrió hacia él. Los dos se abrazaron por un instante, hasta que Godorik, que no las tenía todas consigo, la soltó bruscamente y preguntó—. ¡¿Cómo me has encontrado?!

—Uhm… por el pin de tu teledatáfono —titubeó ella, señalando la especie de pinza que se utilizaba para sujetar el teledatáfono al cinturón, y que todavía seguía sujeto a la vestimenta de Godorik—. Mucha gente cree que el localizador está en el aparato en sí, pero en realidad está en el broche.

Godorik bajó la mirada hasta la pinza, que estaba a uno de sus costados, y la contempló con horror. Un momento después, se la quitó, pasó al lado de Mariana, salió de la habitación, se asomó por la barandilla… y lanzó el broche al vacío del Hoyo.

—¡Pero qué haces! —se extrañó Mariana.

—No puedo creer que no supieras eso —dijo Agarandino, tras soltar una carcajada—. ¿Quién es esta señora?

—Soy Mariana Pafel —se presentó Mariana—. ¿Y quién es usted?

—Es mi novia —aclaró Godorik—. Mariana, estos son Manx y el doctor Agarandino. Me han salvado la vida.

Mariana frunció el ceño y le dirigió a Godorik una mirada preocupada.

—Sabía que estabas metido en algún asunto raro —dijo—. ¿Qué ha pasado?

El doctor los invitó a sentarse de nuevo. Manni, que si hubiera sido humano habría sido un adicto al té, fue a hacer más té. Mientras tanto, Godorik narró su extraña aventura.

—Pero eso es horrible —exclamó Mariana cuando terminó.

—No deberías haber venido, Mariana —dijo él—. Es peligroso. Lo mejor será que vuelvas a la ciudad, y si la policía te pregunta algo, lo que seguramente harán, diles que te peleaste conmigo hace unos días, que no sabes nada, y que no quieres saber nada.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 28

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Ícaro Xerxes, mientras tanto, había rastreado las huellas de Maricrís hasta las lindes del bosque. Sin embargo, cuando llegó hasta allí, la muchacha ya se encontraba en poder de aquel infame caballero del Bien; Ícaro se preguntó si debía atacarlo y liberarla, pero, haciendo gala de prudencia y discreción, permaneció escondido un rato, y trató de escuchar lo que hablaban. Cuando oyó que Caritio Bancraacs planeaba entrgar a Marinina a los servicios sociales, su negro corazón se revolvió.

«¿Cómo puede hacer una cosa tan repelentemente benigna?», se preguntó, exasperado. «¿Qué tiempos vivimos? ¿Es que no queda maldad en la humanidad?»

No podía permitirlo, así que echó mano a su sable y se dispuso a atacar. Pero entonces ocurrió algo que no se esperaba: el perro de Marinina, del que hasta ese momento había temido que fuese un animal benigno (y que su influencia hubiese de alguna manera purificado el corazón de Maricrís; pues, ¿cómo podía una muchacha tan perfecta caer, sin influencias externas, bajo el influjo del Bien?), comenzó a ladrar y trató de atacar al caballero.

—¡Huye, Blancur! —gritó Marinina.

Blancur terminó por hacerle caso, y salió corriendo con el rabo entre las piernas… en dirección al arbusto donde estaba escondido Ícaro Xerxes. Este, confuso, no supo qué hacer por un momento; y cuando decidió que después de todo tenía que enfrentarse al paladín y liberar a Maricrís ya era tarde, y ambos estaban demasiado lejos. Entonces el perro saltó sobre él, ladrando y tratando de tumbarlo.

—¡Basta, animal infernal! —gritó Ícaro Xerxes, quitándoselo de encima con un manotazo—. No sé si eres un bicho benigno o maligno, pero una cosa es segura: vas a ayudarnos a recuperar a tu ama.

Blancur siguió gruñendo, pero no volvió a atacarle. Ícaro Xerxes se dio la vuelta, y miró hacia Kil-Kyron, que quedaba bastante lejos.

—Vamos —dijo, mirando al perro—. Debemos alertar de todo esto al Gran Emperador.

Blancur no pareció entender nada, y emitió otro gruñido. Pero cuando Ícaro Xerxes hizo otro gesto y echó a andar hacia la montaña, el perro lo siguió sin dudar un momento.

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Godorik no llevaba ni veinticuatro horas en compañía de Manni y el doctor Agarandino, y ya comenzaba a arrepentirse de su decisión. Aquellos dos chiflados tenían un buen fondo, pero eran, bueno, chiflados. Además, los dos parecían bastante contentos de tener compañía, y no pararon de hablar ni un instante; cuando se callaba el robot, empezaba el doctor, y al revés. Y casi siempre sobre el mismo tema: Betonia y la horrible, horrible decadencia de la sociedad.

—Bueno, bueno, ya está bien —dijo Godorik al fin, preguntándose si no le sería más agradable volver a la ciudad, entregarse a la policía, y tratar de resolver el embrollo desde dentro de una celda. Mientras Manni y el doctor hablaban sin freno, había estado cavilando; cada vez le parecía más extraño todo aquello, y estaba más convencido de que tenía que hacer algo para evitar que ocurriese algo lamentable. Pero no sabía qué, ni cómo.

—¿El qué está bien? —interrumpió Agarandino su verborrea, desconcertado—. ¿Mis opiniones? Porque mis opiniones…

Pero en ese momento se vio interrumpido por un gran estruendo. Alguien estaba pegando porrazos a la puerta metálica.

—¡¿Qué es eso?! —saltó el doctor, mentras Godorik, sobresaltado, se levantaba bruscamente de su asiento, y Manx emitía un chirriante pitido de sorpresa—. ¿Quién puede ser? No hay nadie aquí abajo, aparte de…

—¡Tened cuidado! —exclamó Godorik—. Podrían haberme seguido hasta aquí. ¡No abras, Manni! —dijo, deteniendo al robot.

—¿Godorik? —se escuchó, aunque atenuada, una voz femenina detrás de la puerta—. ¿Godorik, eres tú? ¿Estás ahí?

—¡Mariana! —gritó él, sorprendido, y soltó a Manni. Este, tras dirigir una mirada interrogativa a Agarandino, que solo respondió alzando ambas cejas, fue y abrió la puerta. Detrás de ella estaba Mariana Pafel, armada con una pistola con la que sin embargo no apuntaba a nada en concreto.

—¡Godorik! —saludó, visiblemente desconcertada.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 27

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—¿Los… servicios sociales? —tembló Maricrís.

Por supuesto, Brux Belladona le había hablado de los servicios sociales. Estos equipos de empleados de los gobiernos del Bien, armados con su voluntariosa bondad y sus puros y límpidos corazones, además de con armas de verdad, tenían por misión erradicar el Mal, la desesperanza y la injusticia del mundo. Gogó Benogaga, uno de los sabios de Surlán, contaba que los servicios sociales eran capaces de arrancar toda la maldad del alma de un hombre, dejándolo seco de cualquier sentimiento negativo; él mismo los había visto hacerlo, o eso afirmaba, con unos pobres incautos que habían caído en sus manos.

—Los servicios sociales no te harán daño si tu corazón es puro —dijo Caritio Bancraacs—, así que, si eres sincera, no tienes de qué preocuparte.

Maricrís miró fijamente al caballero, con la cara bañada en lágrimas. Estaba muy asustada, por supuesto, y de haber podido evitarlo no se habría puesto en manos de los servicios sociales; pero veía que Bancraacs comenzaba a mirarla inquisitivamente, y no quería que pensase que después de todo ella estaba mintiendo.

—Está bien —dijo al fin, valientemente—. Iré a ver a los servicios sociales.

Caritio Bancraacs asintió.

—Es la decisión correcta —anunció, y ofreció su mano a Marinina— . Vamos.

Maricrís tomó la mano del caballero y echó a andar junto a él, con la cabeza bien alta. Blancur, desconcertado, no los siguió. Tras un momento, empezó a ladrar violentamente.

—¡Oh, Blancur! —sollozó Maricrís, deteniéndose, y tratando de hacer que la siguiese—. ¡Todo está bien! No te preocupes. ¡Esta es gente del Bien! No me harán daño.

Pero el perro siguió ladrando como una taladradora de tímpanos hasta que Caritio se dio también la vuelta; y entonces empezó a aullar y a soltar chillidos.

—¿Qué pasa con ese perro? —bufó Caritio—. ¿Es una bestia del Mal?

—¡No! ¡No! —gritó Maricrís, desesperada—. ¡Solo teme que me hagan daño!

—¿Estás segura? —preguntó el caballero, echando al perro una ojeada desconfiada—. Incluso los animales pueden ser contaminados por los impíos tentáculos del Mal. Mira, por ejemplo, los dragones, o los tiburones, o las mofetas.

—¡Blancur no es una mofeta! —protestó Marinina.

—Y sin embargo, no parece reaccionar muy bien cuando se le acerca alguien puro de corazón —esgrimió Caritio, extendiendo una mano enguanteleteada hacia el perro. Solo consiguió que este se lanzara sobre sus talones y tratase de morderlos, con lo cual casi se dejó los dientes por culpa de la armadura; pero siguió intentándolo con tesón.

—¡Blancur! —imploró Maricrís.

El perro se detuvo y miró a su dueña, momentáneamente confundido.

—Este es sin duda un animal maligno —decidió Caritio, llevando la mano a la empuñadura de su espadón—. No puedo permitir que nos acompañe.

—¡NO! —gritó Maricrís—. ¡No le hagas daño, por favor!

—Comienzo a pensar que tienes realmente un corazón benigno —concedió Caritio, sacando la espada—. Pero este no es un perro inocente.

—¡No, no! —chilló la chica—. ¡Huye, Blancur! ¡Huye!

El perro volvió a mirar a su ama, con una oreja levantada y la otra caída, sin entender qué quería de él.

—¡Huye! —insistió Marinina.

Caritio Bancraacs se preparó para dar un mandoble; Marinina, desesperada, se preparó para detenerlo. Pero Blancur hizo innecesarias ambas acciones; se dio la vuelta, y echó a correr como un loco, hasta perderse entre los arbustos.

Marinina respiró, aliviada.

—Un perro maligno, sin duda —sentenció el caballero.

Godorik, el magnífico · Página 37

—¡Claro! —asintió el robot con un pitido muy animado—. ¡Mi casa es tu casa, mi té es tu té!

Con decreciente dificultad, Godorik bajó por las plataformas hasta llegar donde estaba Manni.

—No puedo creer lo que ha pasado —dijo—. ¿Puedes creer que…?

—¿Te persigue la policía? —preguntó Manni, dejando a Godorik atónito—. Será mejor que pases.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Godorik, mientras acompañaba al robot a través de los pasillos.

—Lo supongo —contestó Manni, con su pitido de encogerse de hombros.

Agarandino también recibió a Godorik como si ya lo esperase.

—Has vuelto más rápido de lo que yo pensaba —comentó.

—¿Por qué estábais todos tan seguros de que iba a volver? —protestó Godorik.

—Deja que te ofrezca unas pastitas de té —dijo Manni, desapareciendo rápidamente.

—Bueno —contestó Agarandino—, es lo que pasa cuando uno vive bajo la dictadura de una computadora tiránica e insensible.

—La computadora no tiene nada que ver con esto —se quejó Godorik, tomando asiento—. Ha sido el Comisario General el que ha actuado de una forma muy extraña… Estoy seguro de que oculta algo.

—Tu sociedad está podrida —afirmó el doctor, feliz.

—Ya —bufó Godorik—. ¿Puedo quedarme aquí un tiempo? No tengo a dónde ir, y necesito poner en claro todo lo que está pasando.

—Claro que sí —concedió el doctor—. Ya te he dicho que me has caído bien.

—Estupendo —dudó Godorik, con la mosca detrás de la oreja.

Godorik, el magnífico · Página 36

Pero no obtuvo respuesta. Continuó oteando el fondo del Hoyo, en busca de algo que pudiera ayudarle; y, por suerte para él, sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad. Empezó a distinguir, aleatoriamente adosadas a las paredes, algo que parecían pasarelas. No había ninguna directamente bajo él, pero sí una a escasos metros en diagonal. Maldiciendo el momento en el que había decidido lanzarse al Hoyo sin contemplar los problemas de su plan, Godorik se balanceó un poco sobre su asidero, tratando de conseguir el impulso suficiente para llegar hasta allí. Se soltó, y voló en una parábola hasta la pasarela, aterrizando casi de cabeza sobre su enrejado suelo metálico.

—¡Aaah! —barbotó, encogiéndose en un ovillo; se había hecho daño—. ¡Maldita sea la estampa del Comisario General, y de la madre que lo parió!

Continuó maldiciendo entre dientes hasta que se calmó un poco. Entonces, se levantó, respiró hondo, y se asomó de nuevo al vacío. El fondo del Hoyo seguía igual de negro; pero distinguió otra pasarela, más abajo, a una distancia aceptable para saltar sobre ella. Volvió a maldecir, y, con mucho cuidado, se dejó caer hasta esta siguiente plataforma. Vio otra más, y repitió el proceso, armando gran estrépito cada vez que aterrizaba.

Tras repetir esto varias veces, escuchó un chirrido.

—¿Qué pasa hoy? —escuchó la voz quejumbrosa de Manx, que llegaba desde abajo—. ¿Quién anda ahí haciendo ruido?

—¡Manni! —gritó Godorik, tan fuerte como pudo—. ¡Manni! ¡Soy yo, Godorik!

—¡Cómo! —exclamó Manni—. ¡El señor Podría-hablar-con-alguien-que-no-fuese-un-trozo-de-chatarra! ¿Ya has vuelto?

—¿Cómo que «ya»? —se mosqueó Godorik—. Oye, Manni… ¿Puedo bajar?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 26

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Caritio Bancraacs soltó la mano de Maricrís y dio un salto hacia atrás.

—¿Cómo es posible? —exclamó—. ¿Eres una seguidora del Mal?

—¡No! —negó rápidamente Maricrís—. ¡Me he escapado de allí!

—¡Eres una de ellos! —gritó el caballero, llevando la mano a la empuñadura de su espada.

—¡No! ¡No! —repitió la chica, desesperada—. Buen caballero, ¡por favor, escuchadme!

Caritio Bancraacs frunció el ceño, pero no desenvainó.

—Mi madre es una de ellos, una bruja malvada —explicó Maricrís—. Durante toda mi vida ha intentado convertirme a la senda del Mal. Pero yo… ¡Yo nunca he querido ser maligna! Mi maligna madre me obligaba a hacer cosas horribles, como arrancar flores y sustituirlas por cardos… y al final… no he podido aguantarlo más y he huido de allí junto con mi perrito. —señaló a Blancur, y después se echó a llorar desconsoladamente—. ¡Por favor, amable caballero, creedme! ¡Digo la verdad!

Caritio Bancraacs pareció dudar.

—¿No mientes? —preguntó—. Los de tu calaña… los seguidores del Mal siempre mienten, y tratan de engañar a los hombres honrados.

—¡Pero yo no soy una seguidora del Mal! —protestó Maricrís—. ¡Quiero unirme al Bien! Por eso estoy aquí.

—¡Oh, gran dilema! —empezó a monologar dramáticamente Caritio—. ¡Semejante situación! ¿Cómo puedo yo decidir qué hacer? Puesto que afirmas ser sincera, he de darte una oportunidad; si existe la más mínima posibilidad de que tu corazón no esté aún dominado por la maldad, debo hacer todo lo que pueda para llevarte de nuevo a la luminosa senda del Bien. Pero, ¿qué ocurrirá si eres un engendro del mal, que ha adoptado esta forma beatífica para engañar a los paladines de la bondad, y caigo en la trampa de escuchar tus falsas palabras? ¡Me traicionarás y corromperás si te entrego mi confianza!

—¡Yo no haría tal cosa! —lloró Maricrís.

—Terrible es la decisión que debo tomar —se lamentó el caballero—, pero, puesto que soy un paladín del Bien, solo puedo hacer una cosa. Debo entregarte a los servicios sociales.

Godorik, el magnífico · Página 35

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno.

—¡Ese hombre se ha caído! —gritó una señora—. ¡Que alguien le ayude!

Y se acercó a echarle una mano a Godorik. Este, aturdido, y recordando solamente que no quería que lo atrapase la policía, miró hacia abajo; y antes de que la señora pudiera aproximarse lo suficiente para tenderle la mano, se dejó caer.

—¡No! —escuchó la voz de la mujer, rápidamente atenuada.

Una sucesión de niveles pasó frente a sus ojos como una serie de manchas borrosas. Trató de ver hacia dónde caía; pero el fondo del Hoyo estaba muy oscuro, y las luces de los niveles no alcanzaban a iluminarlo. Extendió los brazos hacia la pared, intentando frenéticamente detener su caída; consiguió agarrarse a algo que cedió, y continuó cayendo a trompicones, aferrándose sucesivamente a diversas cañerías y otras protuberancias de la pared del Hoyo.

Finalmente, obtuvo un asidero estable, y logró pararse. Miró hacia abajo; seguía sin ver nada. En algunos lugares, probablemente en aquellos en los que se abrían pasillos en la pared, se veían tenues luces, pero no eran suficientes para iluminar la densa oscuridad del Hoyo. Godorik sabía que no tenía otra opción que dejarse caer de nuevo, puesto que no podía seguir agarrado allí para siempre; pero le habría gustado tener una ligera idea de dónde le gustaría aterrizar. No la tenía, sin embargo, y su situación comenzó a hacerse incómoda.

—¡Doctor Agarandino! —gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de que alguno de sus dos conocidos en aquel agujero se encontrase cerca, y pudiera, al menos, indicarle hacia dónde tenía que dirigir su caída—. ¡Manni!