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Por una vez, Orosc Vlendgeron no se encontraba en su salón del trono. Como cualquier emperador maligno que se precie, en ocasiones (especialmente cuando pasaba algo medianamente importante) tenía que dar vueltas ajetreadamente por su fortaleza, dando órdenes a diestro y siniestro y gritando a cualquiera que se encontrase en el camino. No era una táctica especialmente útil; resultaba confusa y desorganizada, porque los que oían las órdenes no eran siempre los que tenían que cumplirlas, y así al final del día normalmente no se había hecho ni la mitad de lo que quería se hiciera. Por eso, en las emergencias verdaderas solía comportarse con mucha más calma y orden; pero, si quería conservar su puesto, de vez en cuando tenía que pagar su tributo de correr por Kil-Kyron pareciendo amenazador, y esta falsa emergencia era un momento tan bueno como cualquier otro. Además, tenía la esperanza de que, si daba suficientes vueltas al fuerte, al final se toparía con la desaparecida Beredik la Sin Ojos, o con alguna pista de su paradero.
—¡Ese trozo del techo está sin pintar! —bramaba ahora, señalando con el dedo a un puñado de guardias con aspecto de recién levantados. Ya había ordenado, de hecho varias veces, que alguien fuera en busca de la hija de Brux Belladona, que peinasen el fuerte a ver si encontraban a la Consejera Imperial, que reforzaran la vigilancia de la puerta de entrada (porque vale que el chaval de los cinco equipos de rescate había resultado no ser un asesino, pero aún así se había colado en la sala del trono sin problemas), y había organizado una patrulla que debía mandar a todos los del fuerte con cara de inútiles a que se vistieran de vagabundos y fuesen a racanear comida a los hogares de acogida del Bien; y se estaba quedando sin prisa pero sin pausa sin cosas importantes que vociferar—. ¡Arreglad esos desconchones! ¡Eh, tú! —gritó a uno que trataba de escabullirse entre las sombras—. ¡Ve a dar de comer a los cocodrilos del sótano!
El tipo al que acababa de dirigir su chillido salió corriendo, y los guardias empezaron a rascarse la cabeza mientras miraban los desconchones del techo. Reprimiendo un suspiro, Vlendgeron pasó de largo y siguió su travesía sin rumbo por los pasillos.
—¡Gran Emperador! —escuchó, al cabo de un rato. El chavalillo de los cinco equipos de rescate se acercaba trotando, seguido por un perro con cara de malas pulgas.
—Ah, tú —dijo Vlendgeron, frunciendo el ceño ligeramente—. ¿Qué pasa ahora?
—¡Señor! —exclamó Ícaro Xerxes, con su habitual dramatismo—. He perseguido a Marinina Crysalia Amaranta Belladona, que huyó hoy de la aldea de Surlán, más allá de las fronteras del Mal… y me temo que he de informaros de que ha caído en las manos del Bien. Ahora mismo, un paladín de la Benignidad la escolta hacia la sede de los servicios sociales.
—¿Marini… quién era esa? —preguntó Orosc, confundido.
—Marinina Crysalia Amaranta Belladona —repitió Ícaro Xerxes, sin atragantarse ni una vez—, residente de la aldea de Surlán, que se dio a la fuga esta mañana. Traté de…
—¡Ah, la loca hija de la otra loca! —lo interrumpió el Gran Emperador, cayendo en la cuenta—. Sí, sí. Pero acabo de ordenar que la persigan hace como media hora. ¿Quieres decir que ya has ido, la has encontrado y has vuelto, o qué?
—Yo me encontraba con ella en el momento de su huida, señor —informó Ícaro Xerxes—, y, puesto que cuando este hecho se dio, la que creo era su madre me urgió a que la persiguiera…
—Ah, sí —volvió a interrumpir Orosc, impaciente—. La loca madre mencionó que había mandado a un alelado tras ella. Así que eras tú.
—Uhm… ohm… sí —contestó el joven, dudando.
—Bueno, ¿entonces la han capturado los servicios sociales? —preguntó Vlendgeron—. ¿Hay alguna posibilidad de que le laven el cerebro y la dejen inútil? Porque, la verdad, sigo sin entender exactamente qué tiene de importante esa muchacha, pero sin duda eso nos ahorraría un montón de problemas.
—Se entregó voluntariamente a un caballero, paladín del Bien —informó Ícaro Xerxes—, para ser llevada a los servicios sociales. Sin embargo…
—Genial —suspiró Vlendgeron—, así que era eso. Seguro que lo canta todo. ¡Esa inepta de la loca madre! Alguien va a tener que instruirla sobre los beneficiosos efectos de un buen infanticidio a tiempo.