Godorik, el magnífico · Página 23

Sin pensar en lo que hacía, dio un puñetazo contra el cristal con todas sus fuerzas. Su idea no resultó descabellada; el vidrio se rompió en pedazos, como si en vez de tener un centímetro de grosor fuese una finísima copa de vino, y él ni siquiera se hizo daño en los nudillos. (Aunque sería más adecuado decir que ni siquiera sintió que tuviera nudillos, lo cual era bastante preocupante. Pero, se dijo Godorik mientras escalaba a través de la ventana y hacia la cornisa, ya se preocuparía de eso más tarde.)

Su magnífico plan solo tenía un inconveniente: aquel edificio no tenía cornisa.

—¡Maldita sea! —perjuró Godorik, enfrentándose al dilema de volver a entrar en la sala, donde los seguratas ya habían llegado hasta la ventana, o saltar al vacío desde… ¿qué era aquello? ¿Un cuarto piso? Por lo menos un cuarto piso.

Por suerte, antes de entregarse o convertirse en un suicida, Godorik suspiró ruidosamente y miró a su alrededor. A su izquierda, en la misma fachada, había una escalera exterior que bajaba hasta el suelo. Estaba un poco lejos para saltar, pero, con algo de adrenalina de su parte, podría conseguirlo.

Respiró hondo, dobló las rodillas y saltó… y saltó tanto que casi se pasó de largo, y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera para no caer por el lado contrario del que venía.

—¡Santo Beneke! —exclamó, muy sorprendido. Recordó el episodio de la lámpara, y se preguntó si aquel idiota de Manni estaba diciendo la verdad, y si de verdad podría saltar decenas de metros. En cualquier caso, en aquel momento aquello de no controlar cuánto saltaba era más peligroso que otra cosa, así que resolvió tener cuidado.

Escaló la barandilla y se encontró sobre las escaleras. Como por la ventana rota se escuchaba gran alboroto, pensó que no tardarían en perseguirle; y echó a correr escaleras abajo. Apenas había bajado diez escalones cuando trastabilló, y rodó otros diez más.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 17

17

Chen-Pang Tzu-Tang se convirtió en el mentor de Ícaro Xerxes y le enseñó todo lo que sabía, lo cual no resultó muy difícil porque Ícaro Xerxes tenía talento para absolutamente todo y aprendía más rápido de lo que cualquier maestro podía enseñar. A la edad de quince años, ya era un maestro del Crack-Fu (un arte marcial que era como el kung fu, pero más perfecta y evolucionada; y en realidad se parecía más bien al kárate y un poco al boxeo y a la gimnasia artística), así como de la estrategia militar; también manejaba la espada curva con tanta destreza como los guerreros de ojos rasgados de la Isla Perdida en la Niebla, y su puntería con el arco era tanta que podía acertar en el ojo derecho de la efigie de Abérchules el Grande grabada sobre una moneda lanzada al aire, a través de una pared y con los ojos vendados.

Entonces, todo fue horriblemente mal una vez más: las fuerzas del Bien invadieron las Montañas Místicas de Mur-Humm, con el pretexto de que el área estaba completamente contaminada y que las caprichosas nubes que rodeaban la alta sierra no eran otra cosa que vapores tóxicos que debían ser purgados. Sus amables servicios de evacuación trataron de hacer que el Gran Maestro Chen-Pang abandonara su refugio en lo más alto de la montaña más inaccesible, aduciendo graves riesgos para su salud, e intentando trasladarlo a una residencia donde sería atendido por profesionales y podría, a su ya avanzada edad, descansar por fin. El Gran Maestro Chen-Pang, tan maligno como su alumno, prefirió quitarse la vida antes que someterse a las fuerzas de la Benignidad; Ícaro Xerxes, en adelante Ícaro Xerxes Tzu-Tang, pues antes de morir el Gran Maestro lo había nombrado su sucesor, tuvo que contemplar como su reverenciado mentor se tiraba por la barandilla hacia el abismo. Inmediatamente juró venganza, pues sabía que eso era lo que Chen-Pang habría querido.

Puesto que conocía las Montañas Místicas como la palma de su mano, Ícaro logró escapar de los servicios sociales que tenían acordonado el que había sido su hogar durante los últimos años. Con nervios de acero, y sin dejar de repetirse que haría que el Bien lamentara la muerte de sus padres y su maestro, se encaminó al que sabía que era el último bastión del Mal: el Fuerte Oscuro de Kil-Kyron.

Godorik, el magnífico · Página 22

—Acompáñeme —hipó.

Godorik siguió al hombre a través de las rampas hasta llegar a una gruesa puerta con un lector de identificaciones. El láser leyó la placa del operario, y la puerta se abrió; inmediatamente después había una escalera, que bajaron. Nada más llegar abajo, cuando se encontraron en una planta con más aspecto de oficina, y donde había varias personas con el mismo uniforme de operario y otras tantas que parecían burócratas, el hombre echó a correr.

—¡Seguridad! —gritó—. ¡Seguridad!

Godorik alzó una ceja, y a través de su ceja alzada vio cómo unos tipos al fondo de la sala, seguratas sin duda a juzgar por las cachiporras, se incorporaban y fijaban la vista en él.

Entonces alguien en la oficina se fijó en él, y se levantó la expectación. Los seguratas comenzaron a acercarse. Godorik frunció el ceño, preocupado.

«No había pensado en esto», se confesó a sí mismo, «y parece que ese robot tampoco.» No quería que lo detuvieran, pero no parecía quedarle más opción… aunque…

A pocos metros de la escalera estaba la única pared que tenía ventanas; y no eran cualquier ventana, sino enormes cristaleras. Godorik miró a la ventana más cercana, a los seguratas, otra vez a la ventana, otra vez a los seguratas… y echó a correr hacia la ventana. Los guardias de seguridad echaron a correr en el mismo momento que él; pero la sala era grande y aún les quedaban unos metros, los suficientes para que Godorik se percatara de que aquellos ventanales no se podían abrir.

Entonces, se le ocurrió una cosa: ¡manos metálicas!

Godorik, el magnífico · Página 21

Por suerte, no fue así. Tras un minuto, el ascensor se detuvo, y se abrió una compuerta a uno de los lados del tubo, que llevaba a una nueva rampa. Godorik saltó fuera tan rápidamente como pudo, sin esperar a que unos siniestros brazos mecánicos sacaran el contenedor.

Godorik se alejó de allí y vagabundeó por un momento por una laberíntica planta de rampas y compuertas, por las que entraban más y más contenedores; que después se deslizaban por cadenas de desmontaje en las que una especie de abrelatas robóticos las horadaban y volcaban su contenido, envases de plástico de diversos colores, en contenedores más grandes aún.

—¡Eh! —escuchó entonces una voz. Levantó la vista de los abrelatas; un hombre vestido como un operario se acercaba, con los ojos muy abiertos—. ¡Usted! ¿Qué está haciendo aquí?

Godorik tardó apenas una fracción de segundo en decidir que, cuanto menos dijera, mejor iría todo aquello.

—Busco la salida —gruñó, sin dejarse intimidar por aquel operario, que le miraba sorprendido e intentando hacerse el enfadado.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¡Esta planta es solo para personal autorizado! —protestó el hombre.

—Bien, pues haga el favor de echarme —replicó Godorik. El operario titubeó, desconcertado.

—¿Es usted un espía industrial? —preguntó, con cara de tonto.

—¿Conoce usted muchos espías que busquen la salida? —protestó el intruso—. Sea tan amable de decirme dónde está. No la encuentro, y tengo algo de prisa.

—Voy a ponerle una denuncia —se quejó el operario—. No puede estar aquí sin la autorización correspondiente…

—Bien, y yo le pondré otra denuncia por retener dentro de su planta a personal no autorizado, a no ser que haga usted el favor de enseñarme la salida de una vez —amenazó Godorik, componiendo una expresión de gran fastidio. El operario se amedrentó.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 16

16

En otro lugar del mundo, en una luminosa aldea situada en el corazón de los territorios del Bien, vivía un joven llamado Ícaro Xerxes Tzu-Tang. Ícaro Xerxes era un pobre huérfano cuyos padres habían sido miembros de la Resistencia, que se oponía a la omnipresente dictadura del Bien. Sus padre habían muerto en medio de la maligna misión de acabar con un bondadoso Sumo Sacerdote de la Benignidad, cuando accidentalmente el Bastón de Luz de este se había disparado y había absorbido y purificado el alma oscura de sus atacantes. El Sumo Sacerdote, horrorizado ante el hecho de haber acabado con dos vidas humanas, se había consumido de tristeza y había muerto también poco después; y el pequeño Ícaro Xerxes, que había sido encontrado poco después sollozando en el bosque cerca de donde había ocurrido el incidente, había sido entregado por las autoridades al orfanato local, regido por el alegre druida Félix Risabuena.

Ícaro había vivido diez años en aquel horrible orfanato que apestaba a ambientador de pino, en el que cada día le traumatizaba más que el anterior. A todas horas sus atentos cuidadores le obligaban a cantar estúpidas cancioncitas que hablaban de paz y felicidad; sus compañeros lo trataban con amor y respeto, y trataban de hacerse amigos suyos cada vez que se descuidaba; y por si fuera poco, en vez de permitir que se revolcara en el barro y fuese por ahí cubierto de harapos, no le quedaba más remedio que lavarse detrás de las orejas todos los días, y vestirse con ropas de su talla y colores alegres que el Gremio de Tejedoras hacía exprofeso con gran dedicación para donarlas al orfanato. Era un lugar infernal, en el que el pequeño Ícaro Xerxes no tenía ni un segundo de descanso; todo el tiempo tenía que estar alerta, porque si bajaba la guardia aunque fuese por un minuto, alguien se le acercaba e intentaba compartir con él sus cromos y sus canicas. Y eso no era todo; todos los días, después de comer la asquerosa bazofia hecha con alimentos sanos y ecológicos y cocinada sin sal ni grasas trans que servían en aquella institución, les forzaban a tragar un dulce, preparado con tanto cariño y esmero que Ícaro siempre tenía que hacer grandes esfuerzos por no vomitar.

Finalmente, Ícaro Xerxes escapó de aquel horrible lugar. Tras sufrir experiencias aún más espantosas, fue adoptado por el Gran Maestro Chen-Pang Tzu-Tang, un monje eremita experto en todo tipo de artes de combate que vivía en las Montañas Místicas de Mur-Humm.

Godorik, el magnífico · Página 20

Con un «¡clac!», los extraños mecanismos que había junto a la abertura se pusieron en marcha, y extendieron una rampa de cilindros metálicos desde la plataforma hasta el vagón. Este, por su parte, emitió otro sonoro ruido, y de alguna manera debió desprender su parte superior de la parte de abajo que tenía las ruedas; porque su contenedor, que ocupaba la mayor parte del volumen de los dos armarios y que no era más que una caja de color azul marino con un número en rojo pintado en un costado, empezó a rodar y avanzó por la rampa, deslizándose sin problemas hasta quedar situado perfectamente sobre la plataforma.

—Menudos artefactos —se dijo Godorik, que sin embargo estaba observando todo el proceso con suma atención.

Una vez que el contenedor estuvo en la plataforma, todo se invirtió: la rampa volvió a plegarse, lo que quedaba del vagón recogió sus apéndices, y el vagón mismo echó a rodar en dirección contraria y salió disparado de la caseta, haciendo que Godorik tuviera que apartarse precipitadamente. Tuvo el tiempo justo de soltar un improperio antes de darse cuenta de que la plataforma (que debía sin duda ser uno de los montacargas de los que había hablado Manx) empezaba a elevarse con su preciada carga.

—¡Espera! —gritó Godorik, cruzando el cubículo en dos pasos, y montándose de un salto en aquel inseguro ascensor un momento antes de que fuera demasiado tarde.

La plataforma se elevó a través de un tubo metálico. A pesar de las estrecheces, pues aquel artefacto tenía apenas espacio suficiente para el contenedor, el tubo no llegó a hacerse lo suficientemente pequeño como para que Godorik temiese por su seguridad; aunque en más de un momento se dijo a sí mismo que aquello había sido una pésima idea. ¿Y si aquel montacargas iba directo a una incineradora? ¿Qué pasaría entonces?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 15

15

Marinina Crysalia Amaranta Belladona vivía en la aldea de Surlán, uno de los siete poblachos malignos sobre las faldas de Kil-Kanan que continuaban bajo el control del Fuerte Oscuro a pesar del paso de los años. Marinina Crysalia Amaranta Belladona, a la que sus amigos (aunque no tenía amigos porque todo el mundo en la aldea era malvado y despreciable, pero, vamos, que viviendo en el mismo poblucho alguien tendría que usar su nombre de vez en cuando) llamaban Maricrís, era una jovencita muy alegre y hermosa, y de muy buen carácter. Tenía el cabello, que le llegaba hasta media espalda, rubio y liso como chorros de oro líquido; sus ojos eran azules como el cielo azul, y resplandecían como diamantes, y a veces bajo distintos tipos de iluminación parecían violetas, y a veces rosas, y a veces lilas con pintitas de morado oscuro. Era tan hermosa que todos los chicos por la calle volvían la cara para mirarla, y eso que no llevaba maquillaje, porque últimamente había problemas de suministro en todos los frentes y el Gran Emperador de los Ejércitos Oscuros había decidido que había cosas más urgentes que importar que barras de labios y rímel. Maricrís soñaba a veces en secreto con lo que un buen tono de rosa gloss podría hacer por sus labios, pero se resignaba a que tendría que vivir sin ello; aunque en realidad no lo necesitaba, puesto que sus labios ya tenían una forma perfecta y el tono de rosa gloss que más le favorecía.

Marinina Crysalia Amaranta Belladona vivía en una casita en la aldea con su madre, la infame Brux Belladona. Nadie sabía de dónde había podido sacar su carácter la dulce y amable Maricrís, pues su madre era una persona abyecta y malvada, firme seguidora de la doctrina de Kil-Kyron; y su padre había sido un soldado de los Ejércitos del Mal, que había dejado preñada a Brux y después la había abandonado para ir a luchar en alguna escaramuza sin importancia contra las fuerzas del Bien. Por esto, Brux odiaba a su hija, y la trataba muy mal, sin darse cuenta de lo inteligente y hermosa y perfecta que era. La había llamado Marinina Crysalia Amaranta, que en la antigua lengua significaba «infame y despreciado pedazo de escoria»; y la hacía trabajar muy duro todos los días en tareas malignas que dañaban el puro y sensible corazón de la pobre Maricrís, como por ejemplo arrancar todas las violetas y tulipanes que crecían en el huerto familiar y reemplazarlos con zarzas y cardos. Además, todas las noches le contaba cuentos horribles, y le decía que si seguía siendo tan buena y perfecta vendría el hombre del saco y se la llevaría a un lugar donde la arreglarían de una vez.

Maricrís lo pasaba muy mal todos los días, porque el resto del pueblo, que también era maligno, la despreciaba igualmente, a pesar de que ella siempre intentaba ayudar a todo el mundo y hacer sus vidas más agradables. Su único amigo era su perro Blancur, al que había salvado una vez cuando se lo encontró herido en el bosque, y que la seguía a todas partes y la protegía de los chicos malvados que iban a tirarle piedras y a burlarse de ella. Maricrís era muy infeliz, pero aún así, como era una buena chica, nunca intentaba vengarse de los chicos que la atormentaban, a pesar de que su abyecta madre le había enseñado artes marciales, con la esperanza de que las usara para hacer cosas malvadas y violentas. Maricrís había aprendido a luchar muy bien, pero aún así nunca hacía daño a nadie.

Godorik, el magnífico · Página 19

El interior de aquel habitáculo estaba bastante oscuro, pero se distinguían una serie de palancas y mecanismos extraños. Los raíles cruzaban toda la caja y llegaban hasta una abertura semicircular al fondo de esta, donde unas ruedas y unas poleas parecían cumplir alguna función importante.

—¿Qué será todo esto…? —se preguntó Godorik. Examinó el conjunto con algo más de atención; pero ni era ingeniero, ni se había interesado nunca demasiado por nada que tuviese que ver con ese campo, y no sacó gran cosa en claro. Trató de cruzar el arco y adentrarse más allá, pero se topó con una pared que terminaba ese camino apenas tres metros más allá. Si hubiese tenido aún sus propios pies, se habría dado cuenta de que estaba pisando tornillos y ruedas dentadas; pero todavía no estaba acostumbrado a sus (nuevos y superiores) pies electrónicos, y pasó esto por alto.

Confundido, volvió a salir. Salió también del cubículo, donde, después de verse deslumbrado y distraído por un momento por la gran cantidad de luz, avistó en el horizonte un punto negro móvil. Este punto se movía siguiendo los raíles, y, aunque no iba muy deprisa, no tardó ni un par de minutos en estar allí.

Precavido, Godorik se apartó de los raíles. El punto resultó ser un vagón, del tamaño de dos armarios puestos juntos y tumbados, aproximadamente; entró en la caja metálica y se detuvo frente al arco. Godorik, que sentía curiosidad pero que no sabía cuán seguro era acercarse en ese momento, asomó la cabeza.

Durante un momento no pasó nada; después se escucharon varias pitidos de diferentes tonos, y el vagón-armario sacó automáticamente cuatro varas metálicas y otros apéndices de su parte inferior. Sonaron más pitidos, pero durante un rato no pasó ninguna otra cosa; tanto, que Godorik comenzó a impacientarse. Ya iba a entrar y comprobar si podía averiguar qué había dentro del vagón cuando, sin previo aviso, una plataforma descendió tras el arco, posándose en el suelo donde antes Godorik no había visto los tornillos.

Godorik, el magnífico · Página 18

Aún algo inseguro, avanzó por la pasarela y se deslizó por el agujero. Se adentró por una serie de túneles oscuros y malolientes, que probablemente nadie había limpiado desde que fueron construidos; cada poco se bifurcaban, pero, por suerte, en todas las encrucijadas había una flecha amarilla descuidadamente marcada en la pared con pintura fosforescente. La luz se fue haciendo cada vez más escasa durante un rato; después, volvió a aumentar gradualmente, hasta que, al doblar una esquina, Godorik se encontró con un brillante círculo de luz al final del túnel.

Incluso antes de cruzarlo, la enorme cantidad de luz lo cegó. Una vez fuera, sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse; y, entonces, se vio frente a un paisaje que solo había conocido, hasta entonces, por dibujos y fotografías a las que no había prestado demasiada atención.

El horizonte estaba tan lejos que parecía que no se pudiera llegar hasta él. El cielo era azul, pero, en lugar de estar flanqueado por todos los ángulos por una muralla metálica, se extendía en todas direcciones, como si quisiera comerse el resto del mundo. Por todas partes había vegetación; era como si alguien hubiera cogido miles de macetas y las hubiese puesto una junto a la otra, en estrecha sucesión, sin dejar espacio entre ellas para… bueno, para nada. Era muy extraño.

—¿Esto es el exterior de Betonia? —se preguntó Godorik, impresionado. Aunque su plan era dirigirse a la ciudad lo antes posible, no pudo resistirse a sentarse un momento, y contemplar el confuso paisaje.

Tras un rato, sin embargo, se levantó y se dispuso a seguir su camino. Su camino pasaba por encontrar uno de esos montacargas que Manx había mencionado, y Godorik se vio rodeando las murallas de la ciudad en busca de algo parecido. A los pocos minutos, comenzó a escuchar chirridos y ruido de palancas a lo lejos; y se apresuró. Pronto se topó con lo que buscaba: una serie de raíles que cruzaban el paisaje y se metían en un cubículo metálico adosado al muro de la ciudad. Los ruidos parecían proceder de ahí, así que Godorik se asomó a la entrada de la caja.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 14

14

—Es una maravilla —comentó Orosc, sarcástico— tener esta clase de adversarios. Con enemigos como vosotros, ¿para qué necesito espías?

—¿Son estas tus últimas palabras? —preguntó el Sumo Sacerdote, entrecerrando los ojos hasta que se convirtieron en dos rendijas.

—Es mi última palabra —corrigió Vlendgeron—. En cuanto a mis últimas palabras, presumo que las pronunciaré mucho tiempo y victorias después de sostener en mis manos tu cabeza ensangrentada.

El Sumo Sacerdote hizo una mueca de disgusto, y después suspiró.

—En ese caso, me marcho, Emperador del Mal —dijo—. No tardarás en comprobar cuán errados son tus caminos, y sufro por las almas que se perderán en ese proceso.

—No —interrumpió Beredik la Sin Ojos.

Vlendgeron se sobresaltó y volvió la cabeza hacia ella. El Sumo Sacerdote, sin embargo, la miró con desdén.

—¿Por qué he de escuchar tus palabras, Beredik la Sin Ojos? Al traicionar al buen rey Wadaslis demostraste no solo tu deslealtad, sino también tu errado juicio. Nada de lo que puedas decir…

—Cállate —ordenó Beredik, ofuscada—. Eres tú el que viaja por un camino errado, sacerdote. Tu era pasó, y una nueva comienza.

—No veo cómo…

—¡Y no importa quién se aferre a lo que teme perder, porque escrito está lo que se perderá, y lo que no! —Beredik alzó la voz, en un chillido tan estridente que los que se encontraban en la sala tuvieron que taparse los oídos por un momento—. ¡Escuchadme, paladín del Bien, señor del Mal! ¡Escuchadme, todos los presentes; todos los que holláis la tierra, pues esta es la profecía!

En el sexto día

llegará el Elegido.

El Caos guiará sus pasos,

y solo el polvo recordará

los imperios que derrocó.

¡Joven! ¡Será joven!,

mas dioses y héroes le obedecieron tiempo ha.

¡Él doblegará el mundo con su horrible poder!

¡Él nos guiará hacia la victoria,

hacia nuestro nuevo resurgir!

Beredik gritó todo esto con su tono de voz especial para romper tímpanos; alcanzó un vibrante agudo álgido en la palabra «resurgir» y lo mantuvo por un segundo, antes de dejar que se atenuara y acto seguido coger una bocanada de aire.

—¡Beredik! —exclamó Orosc— ¿Es eso cierto?

—¡Viles mentiras! —exclamó el Sumo Sacerdote, que sin embargo parecía bastante nervioso—. ¡Traiciones de boca de una traidora ruin! No creeré ni una palabra que pronuncie esa mujer.

—¡Mis poderes no mienten! —siseó la Sin Ojos—. ¡Esa es la profecía, y se cumplirá lo queráis o no!

—¡No escucharé más vuestra locura! —protestó el Sacerdote, y volvió a mirar a Vlendgeron—. ¡Recuerda mis palabras, Emperador del Mal, y medita sobre ellas! ¡Desiste de tus propósitos, o serás derrotado!

Con estas palabras, salió de la sala como un vendaval. Orosc y Beredik intercambiaron una mirada un tanto confusa.

—¡Sin Ojos! —exclamó uno de los guardias—. ¿Es eso posible? ¿Un Elegido nos llevará hacia la victoria?

La vidente emitió un gruñido, y se dejó caer sobre su asiento.

—Esa es la profecía —insistió.