El edificio, a oscuras, tenía aspecto de solitario y abandonado. Algo de luz se filtraba por las ventanas, pero no era suficiente para quitarle ese aire a vieja casa tenebrosa que tenía todo bajo iluminación deficiente. No era cuestión de encender las luces, pero por suerte la que venía de fuera era suficiente para no tener que avanzar a tientas; y Godorik llegó hasta el rellano antes de escuchar un estruendo que venía del piso de abajo.
Sobresaltado, se asomó por la barandilla de la escalera, preguntándose que sería aquello. Pero con la oscuridad no podía ver nada; no distinguía nada que se moviese, así que al cabo de un minuto se imaginó que algo se habría caído de un estante por casualidad.
—Quizás Keriv ha vuelto a dejar los cubos de la limpieza mal colocados —refunfuñó, recordando todas las quejas que había escuchado acerca de esos cubos. Keriv era un chaval simpático, pero desde luego era bastante descuidado en su trabajo.
Aún así, bajó las escaleras con cautela. Buscaba el ordenador que contenía los informes generales, donde se anotaban todas y cada una de las patentes que se registraban en la oficina; y ese estaba en el segundo piso. Al llegar allí vio, iluminado por la luz de un ventanuco, un cubo metálico tirado en el suelo.
«Sí, solo era eso», se dijo, un poco más tranquilo.
Se internó en el tenebroso pasillo, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de volver a reajustarse a la falta de luz chocó contra alguien.
Ese alguien soltó un grito. Godorik estuvo a punto de hacer lo mismo, pero al final solo se echó atrás; y un instante después estaba preparado para salir corriendo.
—¡Ay, ay! —se quejaba una voz gangosa, como de alguien que habla mientras se frota la nariz. El dueño de esa voz también dio un paso atrás, y pisó lo que eran probablemente más cubos tirados por el suelo, que chocaron entre sí e hicieron aún más ruido.
Sorprendido, Godorik creyó reconocer la voz.