—Eres un ciego y un necio, como todos los de allí arriba —respondió el doctor, airado—, pero por lo menos dices lo que piensas.
—Y así comienza una hermosa amistad —silbó Manni, vertiendo otra taza de té por su cañería digestiva—. Y ahora el paciente debería reposar, y pronto estará como nuevo para ir a perseguir sus propias teorías conspiratorias.
Las siguientes cuarenta y ocho horas las pasó Godorik en compañía de Manx y el estrambótico doctor Agarandino. No es que Manni fuese menos raro que el doctor; al contrario, ambos eran estrafalarios a más no poder; pero en un robot Godorik estaba más predispuesto a disculpar alguna excentricidad que en un humano. (Si Manni se hubiese enterado de esto, habría habido problemas, sin duda.) Tras dormir otro rato, Godorik fue capaz de levantarse, y probó sus nuevas (y superiores) partes mecánicas andando un poco por la habitación.
—Es tan extraño —comentó, una vez hubo conseguido que le respondieran competentemente—. Es como si hicieran lo quieren, pero a la vez también hicieran lo que yo quiero.
—En cuanto te acostumbres verás —dijo Manni—. No comprenderás por qué los humanos prefieren conservar sus partes biológicas.
—Hum, creo que comprendo muy bien por qué los humanos prefieren conservar sus partes biológicas —contestó Godorik, trastabillando.
—¡Ja! —se rió Manx—. Prueba a saltar hasta la lámpara.
—¿Qué dices? —dijo Godorik—. Está demasiado alta.
—Prueba —insistió el robot.
Aunque escéptico, Godorik echó una mirada a la lámpara que colgaba del techo, y dio un salto, tratando de alcanzarla. Para su sorpresa, no sólo la alcanzó, sino que se pasó de la raya y se dio con la cabeza contra el techo.
—¡Au! —exclamó.