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Ella alzó una mano y le acarició la mejilla.

—¿Te gusta bailar? —preguntó de repente.

—¿Bailar?

—¿Quieres acompañarme a una fiesta de Navidad? —propuso ella.

—¿Una fiesta? ¿Qué tipo de fiesta?

—Una fiesta de las que tú llamarías de señorita —se burló Nina—. Con música y esmóquines y cócteles, y gente que se cree más importante de lo que es.

—¿Quieres que yo vaya a una cosa así? —se extrañó Ray—. ¿Por qué?

—¿Por qué no? Necesito que alguien me acompañe, o algún viejo amigo de mis padres me agobiará toda la noche. A no ser que no te apetezca ir a algo tan aburrido, por supuesto.

—No, claro que me gustaría ir —respondió él, sin pensar.

—Eso sería maravilloso —la chica juntó las palmas de las manos, como si aplaudiera. Ray, que había accedido casi por acto reflejo, no se atrevió a retractarse.

—Entonces… —contestó, un poco incómodo.

—Será el día veintiséis, por la noche —dijo ella—. Podemos vernos aquí un poco antes.

—No tengo ningún esmóquin —se excusó él.

—No pasa nada —dijo ella—. Le pediré a mi primo que te preste uno.

Y con eso el tema quedó zanjado.

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—No te compliques la vida. Regálale un perfume, y seguro que acertarás.

—Con mi suerte, si voy a una tienda y compro un perfume resultará que es una fragancia especial para amantes de los coches de carreras —carraspeó Jean—. Mejor dime qué marca de perfume usa, y así estaré seguro de acertar.

Nina había estado a punto de decir que a su madre no le importaba la novedad en sus perfumes, pero el ejemplo de los coches de carreras la hizo pensar que quizás sería mejor callarse. Así que confesó que la señora Mercier sentía una cierta predilección por la marca Chanel, y Jean se dio por satisfecho con eso.

—Ya sabes que quiero seguir siendo su sobrino favorito —bromeó.

—Entonces, nada de turbantes para la ducha —respondió Nina.

Jean se marchó poco después, dejándose la mitad del café. En cuanto se hubo ido, Ray se levantó.

—Creo que yo debería irme ya también —anunció.

—No quiero retenerte si tienes trabajo que hacer —dijo Nina—. ¿Cuándo volveré a verte?

—No lo sé —contestó él—. Cuando quieras.

—Navidad está a la vuelta de la esquina —reflexionó ella en voz alta—. La celebraremos en casa de mis padres, seguramente. No viven lejos, pero…

—Entiendo —la cortó él—. Yo estaré con Capuleto y Rosa, así que ya nos veremos después.

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A eso Ray si iba a contestar algo; pero se quedó con la palabra en la boca, porque en ese momento volvió Nina con las tazas y el azucarero.

—Y ahí viene la interfecta —alzó la voz Jean.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella—. ¿De qué estábais hablando?

—De tu tremenda afición por el café, y de que cada vez que vengo sientes la necesidad de desaparecer en la cocina los primeros cinco minutos de la visita para después hacerme tragar uno. Nada más.

—Mi querido Jean, sabes que no tengo ninguna intención de «hacerte tragar» mi café —la chica se sentó, haciéndose la insultada—. Solo intento ser hospitalaria.

—Vale, vale, tranquila —contestó Jean—. Pero, en realidad, me voy a ir enseguida, así que no tenías que haberte molestado.

—Estoy muy ofendida —se burló ella.

—Eso es problemático —decidió él—, porque necesito tu ayuda con una cosita.

—¿Con qué necesitas mi ayuda? —se sorprendió Nina.

Jean puso cara de corderito degollado.

—Pues… a decir verdad… con los regalos de Navidad —confesó—. Vaya, Nina, no me gusta admitir esto, pero no tengo ni idea de qué puedo regalarle a tu madre. Ya sabes, después de que por su cumpleaños le regalé un turbante para la ducha… y ella fue muy educada, pero aún así, esa mirada que me echó… uhm… daba la impresión de que creía que había perdido la cabeza.

Nina se echó a reír.

—No te dejes intimidar por mi madre —aconsejó—. Mira así a todo el mundo, da igual qué le regalen.

—Ya, pero me imagino que no quiere otro turbante para la ducha, y a mí no se me ocurre nada más.

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—¡Hola, Nina! —saludó animosamente, besándole la mejilla—. Perdona que venga tan temprano, pero… —de repente vio a Ray sentado en el sofá, y se calló de inmediato, cortado—. Si te molesto, Nina…

—No, en absoluto —aseguró ella—. Por favor, pasa. Jean, este es Ray; Ray, este es mi primo Jean.

—Encantado —dijo Jean, acercándose al sofá con cara de circunstancias y ofreciéndole la mano a Ray.

—Qué hay —contestó Ray, estrechándosela. Por un momento lo miró de forma un poco extraña, preguntándose si se acordaría de él. Pero Jean no estaba en ese momento tan atinado como para reconocer con ropa de calle a un artista de circo al que había visto semanas atrás, y al que, a decir verdad, no había prestado ninguna atención.

—Por favor, siéntate —le dijo Nina, acerćandole una silla—. ¿Quieres un café, o una infusión?

—No te molestes —rechazó ambos su primo.

—Un café para ti, pues —ella soltó una carcajada—. ¿Quieres otro, Ray?

—Sí, gracias.

—Vuelvo en un momento.

Y se fue hacia la cocina. Jean y Ray se quedaron mirándose ambos, sin saber qué decir.

—Uh… bonito día —comentó Jean, incómodo. Era verdad; hacía un día soleado, y no había ni una nube en el cielo.

—Sí —contestó Ray, al que aquello le resultaba igual de embarazoso—, muy bonito.

Como ninguno de los dos sabía qué más añadir, ese tema se agotó.

—Siempre está haciendo café —confesó entonces Jean, en voz baja, refiriéndose a su prima—. Cada vez que vengo me pone uno por delante; y eso que ni siquiera me gusta especialmente el café. A veces le pediría una manzanilla, pero no quiero que crea que su primo es una delicada flor.

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—Sí, pero por la mañana hay que prepararlo todo —explicó él, mordiendo también la suya—. Bueno. Digo por la mañana, pero es más bien… a mediodía. No somos gente muy madrugadora, como ves.

—¿Qué es lo que hay que preparar?

—Muchas cosas —aseguró Ray—. Los pañuelos del sorprendente Rupertini no se meten solos en esa bolsa, sabes… aunque, por supuesto, él preferiría que pensases lo contrario.

Cuando terminaron de desayunar, se dieron una ducha y se vistieron. Ray se duchó primero; y, cuando Nina salió del baño, se lo encontró otra vez tumbado en el sofá, relajado como una iguana al sol. Con una sonrisa, cogió su radio, la colocó sobre la mesa, y la encendió.

Ray se sobresaltó. Tardó un momento en mirar la radio y comprender lo que estaba pasando.

—Pero no me pongas las noticias, mujer —se quejó, aunque con buen humor; y alargó la mano hasta el dial. Buscó el siguiente canal, y encontró una especie de show en el que tres presentadores decían una tontería tras otra—. Eso está mejor.

Nina se rió por lo bajo y fue a acompañarlo en el sofá. Ray le hizo sitio, y durante unos minutos estuvieron en peligro de quedarse dormidos otra vez… si no hubiera sido por las voces chillones de los locutores de radio, y porque de repente sonó el timbre.

—¿Quién será…? —se preguntó Nina, mientras Ray apagaba la radio y se enderezaba un poco—. No esperaba a nadie a estas horas.

—¿Tengo que escapar por el balcón? —bromeó, aunque, por su tono de voz, no estaba muy claro si era una broma o no.

—Claro que no —se extrañó ella, echando un vistazo por la mirilla—. ¡Jean!

Abrió la puerta, y su primo el casanova entró con su mejor traje de los domingos.

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Despertaron a la mañana siguiente, en la cama de matrimonio que ocupaba casi toda la extensión del pequeño dormitorio de Nina. Cuando se despertaron, estaban aún enroscados el uno con el otro; aunque Nina ocupaba casi toda la cama, mientras que Ray se había refugiado en el borde, con el resto de manta que tenía a su disposición.

—Hrmmmpf —gruñó Ray, dándose la vuelta, y casi cayéndose de la cama. Abrió los ojos, y se encontró la cara de Nina frente a la suya; se pegó un susto de muerte, y se incorporó de golpe.

—¿Qué pasa? —gruñó Nina, a la que acababa de sobresaltar también.

Ray se frotó los ojos, desorientado.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

—Es domingo —bostezó Nina, aún soñolienta. Pero Ray pareció estresarse repentinamente.

—¡Maldita sea! ¡Hoy tengo función! —barbotó, liberándose de las mantas y preparándose para saltar de la cama.

—Ray —volvió a bostezar Nina, mirando el reloj—, son las nueve de la mañana.

Ray la miró como si pensase que estaba hablando en sueños, y le echó él mismo un vistazo al reloj.

—Pero si yo no me levanto nunca antes de las doce —farfulló.

—Bueno… nos acostamos temprano —se desperezó Nina, y, saliendo de debajo de las mantas, se puso la bata—. Relájate; tienes tiempo.

Salió de la habitación, en dirección al baño, mientras Ray se hundía otra vez en la almohada. Al cabo de diez minutos, ella volvió con una bandeja, completa con zumo y tostadas y mermelada. En cuanto la vio entrar, él soltó una carcajada.

—¿Qué es esto? ¿Servicio de habitaciones? —preguntó.

Nina dejó la bandeja sobre la cama; le dio a él una tostada, y se sirvió otra.

—Aunque te hubieses levantado a las doce, ¿cuál es el problema? —preguntó, mientras la mordisqueaba—. Pensaba que solo teníais función por la tarde.

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Nina se levantó también y se acercó a su lado. Ambos callaron por unos minutos, mientras se bebían el café.

—Tienes unas buenas vistas —comentó él al fin.

—A estas horas no se ve nada —dijo ella, divertida—. Con luz, no son malas.

—Nina —dijo él de repente, volviéndose hacia ella—. Pronto me habré ido de aquí. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo imagino —contestó ella suavemente.

—No quiero que creas que… —empezó él, pero, en lugar de terminar, cambió de frase—. No sé si todo esto es una buena idea.

—Ray… —dijo ella—. No te preocupes por eso.

—¿Por qué no? —suspiró él, pegando la frente contra el cristal.

—Ya nos preocuparemos cuando llegue el momento —respondió ella—. No ahora.

Eso fue suficiente para él. La atrajo hacia así y volvió a besarla, y siguió besándola hasta que de tanto beso derramó lo que le quedaba de café y manchó la alfombra.

—¡Ah! —se sobresaltó, al darse cuenta—. Perdona, ha sido sin querer.

Dejó la taza sobre la repisa, y antes de que Nina pudiera detenerlo trató de limpiar el estropicio con la manga del jersey. Pero esto no solo no arregló el problema, sino que repartió aún más la mancha, y echó a perder ambas cosas: la alfombra blanca y la manga de su jersey.

—Deja eso, hombre, no pasa nada —intervino Nina, aunque ya era tarde para arreglarlo—. Ya se podrá quitar; y, si no, no importa.

Ray se echó a reír. Nina dejó su taza sobre la mesa, y se agachó también; y esta vez fue ella la que le estampó un beso a él. Terminaron ambos acurrucados en el suelo, ella sentada sobre las rodillas de él, y él con la espalda apoyada contra el cristal, acariciándole a ella la mejilla.

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—Bastante. Mi tío Simon quería que se casara…, aunque mi tía Renata no estaba de acuerdo.

—¿Son marido y mujer?

—No, son hermanos. Los de la foto son los cuatro hermanos. Pero mi tía Renata no se llevaba muy bien con mi tío Simon, y opinaba que Alina era muy joven para que la casaran…; y desde entonces y a raíz de todo ello tampoco se lleva muy bien con el resto de la familia. Es una lástima, porque todos los veranos íbamos a su casa, y era mi tía favorita.

—Pero ¿por qué se peleó con todo el mundo? —quiso saber Ray, incorporándose y dejando la foto en su sitio.

—El resto de la familia se puso de parte de mi tío Simon —explicó Nina—. Mi tía Renata también tiene sus… llamémoslas particularidades.

—¿Y tu prima? —preguntó Ray.

Nina alzó la vista bruscamente del café.

—¿Qué pensaba tu prima de todo esto?

—No lo sé. Nunca me lo dijo.

—¿Nadie le preguntó?

—Todo esto era importante para sus padres —se defendió Nina, sintiéndose de repente algo violenta—. Su matrimonio era muy relevante para la familia.

—Pero era su matrimonio —enfatizó Ray—. ¿Con quién se casó?

—Con un empresario de Niza —contestó Nina—. No llegué a conocerlo demasiado; yo era aún una niña.

Ray se echó hacia atrás en el sofá, con el ceño fruncido.

—Será mejor que hablemos de otra cosa —sugirió Nina tras un momento, y le tendió una de las tazas—. Toma; para ti.

Ray cogió la taza y observó pensativo la capa de espuma que cubría el café, cuidadosamente preparado. Pasó el dedo por el borde, distraído. Al cabo de un momento, se levantó y se acercó a la puerta del balcón. Dio por fin un sorbo al café, y luego empezó a removerlo con la cucharilla mientras contemplaba las vistas.

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Él accedió. Unos minutos más tarde se encontraban subiendo las angostas escaleras que llevaban al piso de Nina, en una quinta planta.

—Esto es muy estrecho —observó Ray—. ¿Qué haces cuando tienes que subir algo voluminoso?

—¿Como qué?

—Muebles.

—No suelo subir muebles —se divirtió ella, sacando las llaves. Pero un momento después aclaró—. Si hay que subir algo muy grande, puede hacerse por el balcón.

Abrió la puerta de su apartamento e hizo entrar a Ray. Este pasó y se quedó parado en la misma entrada, contemplándolo todo con atención.

—Un lugar bonito —sentenció, tras medio minuto.

—Gracias —se sonrojó ella—. ¿Quieres algo de beber? Te ofrecería un café, pero acabamos de tomar uno.

—Nunca le digo que no a un café —contestó Ray, encogiéndose de hombros.

—Entonces, te prepararé uno —asintió ella—. Siéntate; estás en tu casa.

Nina tardó unos minutos en preparar los dos cafés. Cuando volvió al salón, Ray estaba repantigado en el sofá, contemplando un marco con una foto que había cogido de la mesilla.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Es mi madre, junto con mi tía Renata y mis tíos Jacques y Simon —dijo ella, dejando la bandeja con las dos tazas sobre la mesa—, y mi prima Alina, la hija de mi tío Simon.

—Se parece a ti —comentó él.

—Sí, pero es un poco mayor que yo —Nina desvió la vista—. Se casó hace casi diez años, y se mudó a Niza.

—¿Se casó muy joven?

Nina se sentó, y sirvió el azúcar.

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—… estoy seguro de que, incluso en ese improbabilísimo caso, segurías siendo elegante.

—Tienes un concepto muy extraño de la elegancia.

—Tengo muy claro mi concepto de la elegancia —sonrió él—. Hay gente que no es elegante por mucho que se esfuerce, y hay gente que es elegante sin hacer nada.

—¡Qué idea de la elegancia más poco democrática! —se quejó Nina.

—Y eso me lo dice la hija de un magnate —le recriminó él.

—Eres hombre de una sola broma, por lo que veo —contestó ella, componiendo cuidadosamente una expresión de señorita disgustada.

Siguieron así un buen rato, cada uno intentando sacar al otro de sus casillas, sin conseguirlo. Finalmente, la conversación decayó un poco; y Nina pidió la cuenta.

—Yo pagaré —se ofreció Ray.

—De ninguna manera —protestó ella—. Invito yo.

Salieron a la calle. Ray se paró en la puerta de la cafetería.

—Nina —llamó.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, volviéndose.

Sin más aviso, él la rodeó con sus brazos y la besó. Cuando se separaron, continuaron mirándose a los ojos un buen rato.

—Ray —dijo Nina al final.

—¿Qué?

—Estamos obstruyendo la entrada —anunció ella. Efectivamente, un par de personas que querían salir del café les estaban haciendo señas violentamente.

Ray estalló en carcajadas. Se apartaron por fin de la entrada, y dejaron paso a aquel par de clientes, que les dirigieron una mirada colérica.

—Mi apartamento no está lejos —expuso entonces Nina—. ¿Quieres subir?