Godorik, el magnífico · Página 80

Así pues, mientras Manni sacaba las sartenes de inducción y se disponía a asar una buena cantidad de tortitas saladas, Godorik fue a lavarse la cara en la palangana que había sobre la cómoda. No se había duchado desde hacía ya muchos días, desde que salió de su propio apartamento a visitar a Mariana, aquella noche fatídica en la que le dispararon; y eso lo hacía sentirse un poco extraño, pero, a decir verdad, no estaba seguro de que pudiera ducharse.

—Eh, doctor —preguntó a Agarandino, que en ese momento salía del cuarto del fondo con un casco de color rosa chicle sobre la cabeza, y con la bata empapada por algo que parecía agua pero que conociéndolo era más probable que fuese algún tipo de ácido corrosivo, o algo por el estilo— . Todavía no le he preguntado: ¿puedo ducharme ahora que soy un cyborg?

—Claro, claro —afirmó el doctor, quitándose el casco y secándose la cara con una cochambrosa toalla—. Ya te dije que eres perfectamente impermeable. Puedes bucear en un lago, si te apetece. Manni, ¿nos queda algo de zumo de limón? Acabo de volcar mi cubo de ensayo, y me apetece mucho un zumo de limón.

—No tenemos zumo de limón —pitó Manni, pero abrió la alacena y echó mano a un brik—. Tenemos extracto de arándanos verdes con piña.

—La gente de la ciudad cada vez bebe cosas más extrañas —protestó Agarandino, pero cogió el cartón que el robot estampó sobre el poyo y comenzó a bebérselo a grandes tragos—. En cualquier caso, Godorik, aunque puedes ducharte, ya no te hace tanta falta como cuando eras un simple y mísero humano; ya no sudas. Eso sí, deberías tomar un baño de aceite cada tres meses… ya sabes, por si las moscas.

—¿Un baño de aceite? —se extrañó Godorik, y luego sacudió la cabeza—. Ya me gustaría a mí saber dónde estaré, o qué estaré haciendo, dentro de tres meses.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 55

55

Maricrís hizo un puchero.

—¡Oh, Aragad! —sollozó—. No sé qué hacer. ¡Algo va horriblemente mal!

—¿Qué queréis decir? —se alarmó Aragad—. ¿Qué va mal?

—No lo sé —confesó la chica, y se llevó las manos al corazón—. Pero lo siento, lo siento aquí. ¡Aragad, el Mal se revuelve, y algo espantoso va a ocurrir!

Aragad pareció asustarse. Echó un vistazo a su alrededor, e intercambió una mirada interrogante con la gente que se había acercado a ver qué pasaba. Finalmente, tragó saliva y se volvió de nuevo hacia Maricrís.

—¿Habéis dicho esto a los Sumos Sacerdotes? —preguntó. Ella negó con la cabeza.

—No quiero molestarles —musitó.

—¡Molestarles! ¡Qué decís! —se conmovió Aragad—. ¡Tenemos que avisarlos de esto inmediatamente!

Los miembros de los servicios sociales que los rodeaban asintieron.

—Es un asunto muy importante —confirmó uno.

—No tenéis de qué preocuparos —aseguró otro a Marinina—. Cualquier información que podáis proporcionar a los Sumos Sacerdotes ayudará a derrotar al Mal.

—Ellos siempre están dispuestos a escuchar —afirmó un tercero.

Así que todos ellos rodearon a Marinina y se dirigieron hacia la pagoda. Maricrís, que había rechazado seguir este curso de acción un momento antes, no estaba aún muy convencida de que aquello fuese una buena idea, pero no dijo nada.

Cuando los Sumos Sacerdotes y los alcaldes, que seguían ocupados discutiendo profundas cuestiones filosóficas, vieron llegar a la comitiva, se sorprendieron mucho. La mayor parte de ellos ni siquiera se había dado cuenta de que Maricrís se había marchado, por lo que les resultó algo desconcertante el que ahora viniera hacia ellos desde el bosque.

—¿Qué ocurre? —preguntó bruscamente Sanvinto, que o se temía malas noticias o no estaba muy contento de que lo interrumpieran—. ¿Qué ha pasado?

—¡Sumo Sacerdote…! —contestó Aragad, un tanto intimidado—. La señorita Marinina Crysalia Amaranta Belladona no se encuentra bien; parece ser que ha tenido un presagio.

—¡Un presagio! —Barbacristal casi saltó de su sofá.

—¿Qué clase de presagio? —preguntó Sanvinto.

Maricrís se encogió. Aragad puso una mano sobre su hombro y le dirigió una mirada de ánimo.

—No lo sé —repitió la chica—. Solo tengo la sensación de que algo va muy mal, y que cosas horribles van a ocurrir.

Entre los reunidos bajo la pagoda se elevó una exclamación de sorpresa.

—¡No es posible! —murmuró uno de los alcaldes.

—¡Eso —gritó rápidamente Sanvinto, tratando de recuperar la voz cantante cuanto antes— debe de ser una señal de que el Mal se ha puesto en marcha! Debemos actuar velozmente, si no queremos que nos ataquen mientras estamos desprevenidos.

—¡No podemos permitir eso! —entró en pánico Renoveres, sin perder un instante.

—Un momento, Arole —intervino Barbacristal, con el ceño fruncido—. ¿No estás sacando conclusiones demasiado deprisa?

—¿Qué quieres decir? —refunfuñó Sanvinto, y miró a su colega como si quisiera fulminarlo.

—Bien, esta señorita solo nos ha dicho que cree que algo va a ir mal, no que el Mal va a atacarnos inmediatamente —explicó Barbacristal, carraspeando—. Me parece un poco precipitado sacar esa conclusión sin más. Además, ni siquiera sabemos cuán acertadas son sus predicciones.

—¿Cómo puedes dudar de la capacidad de nuestra inspiradora adalid? —se escandalizó Sanvinto, y siguió hablando apresuradamente, para no dar tiempo a Barbacristal a protestar—. No, no, yo digo que lo único que podemos hacer es defendernos cuanto antes, y todos sabemos que el ataque es la mejor defensa…

—No es de su sinceridad de lo que dudo, querido Arole —lo interrumpió no obstante Barbacristal, con malos modos—, sino de tu capacidad de interpretar sus presagios con tanta celeridad.

—¡Mis interpretaciones son correctas! —gritó Sanvinto, inflándose—. ¡Soy el Sumo Sacerdote de Aguascristalinas, y un antiguo paladín del Bien! Sé de lo que hablo: ¡nos encontramos en una situación muy delicada! ¡Cualquiera que entorpezca nuestra ofensiva nos llevará a la ruina!

—¡Tu ofensiva es lo que nos llevará a la ruina! —vociferó Barbacristal en respuesta.

Y, ante la mirada atónita de Marinina y los servicios sociales, empezaron a desgañitarse en una acalorada discusión.

Godorik, el magnífico · Página 79

Cuando despertó otra vez, casi al anochecer, Godorik se puso en marcha de nuevo, en lo que era ya casi una rutina para él. Se levantó de su sofá (había dicho que se iba a la cama, pero en realidad dormía en el sofá de la sala de estar; el apartamento de aquellos dos locos no tenía tantas camas), tan aturdido como solía estarlo cada vez que se despertaba desde que lo tiraron al Hoyo; y saludó a Manni, que andaba por allí, con un seco movimiento de cabeza.

—Ah, ya estás despierto —dijo Manni, como siempre, dejando de lado lo que estuviera haciendo—. Voy a hacerte unas tortitas.

—Déjalo, Manx —repitió una vez más Godorik—. Ni que fueras mi criada.

—No oses rechazar mis tortitas —se ofendió el robot, que pese a sus ardorosas diatribas pro derecho de los robots hacía allí todas las tareas domésticas; y menos mal, porque si las hubiera dejado en manos de Agarandino vivirían en una pocilga y habrían muerto de hambre hacía mucho, o eso era lo que Godorik había observado en los días que llevaba allí. De dónde sacaban la comida le había resultado un misterio en un primer momento, hasta que Manni le dijo que de vez en cuando asaltaba discretamente uno de aquellos vagones que se dirigía hacia los montacargas, y que Godorik había visto en el exterior. A la pregunta de cómo sabía cuándo contenían comida y cuándo no, Manni respondió que no lo sabía, y que detenía y desmontaba y volvía a montar aquellos cubículos sobre ruedas quedándose únicamente con lo que le interesaba. Eran las ventajas de ser un robot.

En cualquier caso, la cuestión es que era mejor no rechazar las tortitas, o la merienda, o el té de Manx, o cualquier otra cosa que se le ocurriese preparar. Por qué tenía tal fijación doméstica, puesto que estaba todo el día preparando esa clase de cosas, era otra cosa que Godorik no lograba explicarse; pero, como los robots tenían tanta diversidad de personalidades como los humanos, se imaginó que era un efecto secundario derivado de su programación, fuera esta cual fuera.

Una bala para el príncipe · Capítulo IV

Capítulo IV

Los príncipes Eduardo y Ludovico terminaron la jornada bastante fatigados, pero no así el príncipe Carlos. Al contrario: una vez hubo terminado la recepción, siguió la fiesta en otra parte con sus nuevos conocidos, y no volvió al hotel hasta primeras horas de la mañana. El príncipe heredero, que estaba ya despierto, lo esperaba con impaciencia, y lo recibió en cuanto los botones del hotel le informaron de que ya había llegado.

—Carlos, ¿en qué estás pensando? —le reprochó, mientras su hermano se recostaba en uno de los lujosos sillones—. ¿Dónde has estado, y cómo llegas a estas horas?

—No te alteres, Eduardo —bostezó Carlos, con aire aburrido—. Solo he estado dándole un gusto a algunas nuevas relaciones. Siempre dices que es importante complacer a la gente, ¿no es así?

—No seas insensato —lo atajó Eduardo con una mirada severa—. Carlos, eres un príncipe de esta nación, y tienes que comportarte con propiedad. ¡No puedes simplemente marcharte y volver por la mañana cuando te viene en gana!

Carlos desvió la mirada, disgustado.

—¡Pones en peligro tu propia seguridad! —exclamó Eduardo, echando a andar nerviosamente por la habitación—. En una ciudad que ni siquiera conoces…

—Suenas como nuestra madre —le espetó Carlos—. ¡Hasta nuestro padre el rey es más comprensivo que tú!

—Entonces quizás es demasiado comprensivo —Eduardo arrugó la frente—. Carlos, no te pido que no te diviertas, pero debes tener en consideración tus deberes como príncipe. Este mediodía tenemos que comer en casa del duque Onerspiquer, el organizador de las conferencias, y tú ni siquiera has dormido.

—¿Quién te dice que no estaré listo para comer en casa de ese duque como-se-llame? —gruñó Carlos—. Al contrario que tú, Eduardo, yo no soy un pelele sin sangre en las venas.

—¡Carlos! —exclamó Eduardo—. Modera tu lenguaje; lo que intento hacerte comprender es importante. Siempre estás haciendo lo que quieres, sin prestar atención a lo que es mejor para los demás, o para el país…

—¡No empecemos otra vez! —estalló Carlos.

—¡No puedes comportarte eternamente como si no tuvieras ninguna responsabilidad! Nuestro padre no quiere presionarte con el asunto de la princesa Aletna, pero es uno de vital importancia; y, en mi opinión, deberías…

—¿Quién quiere casarse con una princesa que nunca ha visto? —barbotó Carlos—. ¡Yo, desde luego, no! Seguro que es fea y aburrida, y tiene la cara llena de viruelas…

—La opinión del embajador Deránez fue que era una joven muy agraciada, y su retrato también era bastante favorecedor —le interrumpió Eduardo, impaciente—. Y, en cualquier caso, esa no es la cuestión; aunque fuese la muchacha menos garbosa del mundo, el testamento del fallecido rey de Menisana…

—¡No me hables más de ese estúpido testamento! —gritó Carlos—. ¡Cómo me gustaría ser el tercer príncipe y no el segundo, para que fuese Ludovico el que estuviera metido en este berenjenal!

—¿Y qué le vamos a hacer a eso, Carlos? —se lamentó Eduardo—. Nuestra madre es la siguiente en la línea sucesoria de Menisana, pero el tratado con nuestros vecinos dice que ni ella, por ser reina, ni yo, por ser el heredero de nuestro padre, podemos hacer valer nuestros derechos a ese respecto. Tú eres el siguiente; y por otra parte está la princesa Aletna, que también era pariente del viejo rey…

—… y por eso al rey no se le ocurrió nada mejor que condicionar la herencia a que nos casásemos, y así compartiésemos el gobierno, bla bla bla —barbotó Carlos, cansado—. ¡Ya lo sé, Eduardo! Pero ¿por qué demonios nuestro padre y tú tenéis que hacer como si fuese a acabarse el mundo si no me caso con ella y me coronan rey de Menisana? ¿A quién le interesa Menisana, de todas maneras? ¡Es un país enano donde no hay más que rocas!

—Menisana controla una de las mayores minas de hierro del continente, por no hablar de que está en una posición estratégica que nos convendría controlar para fortalecer nuestra posición frente a Sornoña —lo sermoneó Eduardo—. Sería increíblemente útil si un miembro de nuestra familia…

—Insisto: ¡es un sitio de nada lleno de pedruscos! —bufó Carlos—. ¡Pero si nadie cree que vaya a haber guerra con Sornoña! ¡Estamos comerciando con ellos desde hace casi diez años!

—La situación puede cambiar —dijo someramente Eduardo, disgustado—. Especialmente, si el conde Monder se hace con Menisana; lo que ocurrirá muy probablemente si no te casas con la princesa Aletna.

—¡No quiero casarme con esa tía! —gruñó Carlos—. ¡No sé ni quién es! El embajador puede contar lo que quiera, pero hasta tú admitirás que no va a venir a decirme en mi cara que es fea como un esperpento; y ese retrato no era nada del otro mundo, y seguro que el pintor la ha puesto mucho mejor de lo que es. ¡No, señor! ¡No quiero que me casen con una princesa Aletna Merentiana de San-Wick y no sé qué, que lo mismo es completamente insoportable, y me condenen al país de los pedruscos!

—Carlos, por el amor de… —suspiró Eduardo, exasperado—. ¿Es que no entiendes lo importante que es esto para todo el mundo? ¡Es una cuestión diplomática muy delicada!

—¿Es que no entiendes lo importante que es esto para mí? —ladró Carlos—. Pero no, ¡para ti es muy fácil decidir con quién voy a casarme, y dónde voy a enterrarme en vida! Pues, ¡métete en tus asuntos, y déjame en paz! —gritó; se levantó bruscamente, y se dirigió hacia la puerta.

—Carlos… —musitó Eduardo.

—Y para que te quedes tranquilo, puesto que crees que soy una especie de loco que no puede ni recordar sus obligaciones como príncipe —le escupió su hermano, desde el fondo de la habitación—, ya nos veremos en unas horas en casa de ese duque lo-que-sea. ¡Buenas noches, su alteza!

Y salió de la habitación dando un portazo.

Godorik, el magnifico · Página 78

—¿Quieres decir que todavía no habíais pensado en ello? —preguntó Manni.

— ¿Es que tú sí? —quiso saber Godorik.

—Mi capacidad de cálculo supera los cien billones de operaciones por segundo —pitó el robot—. Por supuesto que había pensado en ello.

—¿Y no se te ha ocurrido sugerirlo hasta ahora? —exclamó Godorik.

—Claro que no —respondió Manni, airado—. Ni que esto fuese mi problema.

Godorik se reclinó en el sillón y hundió el rostro entre las manos.

—No pasa nada, hombre —le quitó importancia Agarandino, animadamente—. Al fin y al cabo, han pasado tantas cosas últimamente que es normal que no sepas dónde tienes la cabeza.

—Viendo que la cabeza es la única parte original de mi cuerpo que conservo, preferiría saber dónde la tengo —bufó Godorik.

—Ea, ea —contestó el doctor—. Entonces, ¿qué vas a hacer ahora?

Su interlocutor levantó al fin la vista, y miró hacia la puerta en actitud reflexiva.

—Creo que aún voy a ir a hacerle una visita al segundo Gidolet antes de nada —dijo—. Podría ser el que busco. Si no encuentro nada en su casa, ya probaré todo lo demás.

—Eres terco como una mula —respondió a eso Agarandino—, pero, bueno, puede que tengas parte de razón. Y si resulta que no es el tipo que buscas, y que pierdes el tiempo registrando su domicilio, siempre puedes aprovechar la noche para rescatar a un par más de ciudadanos en apuros.

—No hace falta que se ría de mí, doctor —protestó Godorik, aunque menos combativo que de costumbre, y se levantó—. Me voy a la cama.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 54

54

Sanvinto, viendo que proseguir su pomposo sermón le iba a resultar complicado, suspiró.

—Ya os he informado a todos sobre nuestra estrategia de ataque —contestó—. Nuestras fuerzas superan ampliamente en número a las del Mal; les rodearemos y les cortaremos la retirada por todos los frentes, y la victoria será prácticamente nuestra.

—Pero ellos lucharán en su terreno, y tendrán ventaja —intervino uno de los Sumos Sacerdotes, que era muy jovencito para ocupar semejante puesto.

—Y además ellos utilizarán toda clase de tácticas rastreras, que nosotros no nos rebajaríamos a emplear —añadió un alcalde, el de Valleamor para más señas—. No quiero insinuar nada raro, pero eso también les da ventaja.

Los asistentes empezaron a murmurar y cuchichear entre sí.

—Mi querido Mosabís —le dijo Sanvinto, haciendo acopio de paciencia—, las rastreras tácticas del Mal son, por naturaleza, inferiores, y por ello nunca podrán tener ventaja sobre nuestras benignas y honradas estrategias.

En ese momento, Marinina dejó otra vez de prestar atención. La rondaba una opresiva sensación de la que no conseguía zafarse; estaba segura de que algo malo iba a pasar. Pero nadie a su alrededor parecía darse cuenta. La pobre Maricrís ponderó si interrumpir la reunión para anunciar sus temores; pero un momento después su humildad y modestia naturales la hicieron rechazar esa idea. Al fin y al cabo, no quería molestar el trabajo de aquellas grandes y bondadosas mentes, que tanto se esforzaban por extender el Bien. Tras echar un vistazo a los grupitos que charlaban animadamente junto a los árboles, se deslizó fuera de su sofá.

—Por favor, disculpadme un momento —musitó; pero nadie la escuchó. Sanvinto, Barbacristal y Mosabís estaban ahora enzarzados en una acalorada discusión teológica sobre si las tácticas deshonestas podían o no proporcionar una ventaja a corto plazo a quien las utilizase, y el resto los miraban absortos. Así que nadie reparó en Marinina cuando salió de debajo del tejadillo y se dirigió como sonámbula hacia el resto de las comitivas.

Allí, Aragad salió a su encuentro inmediatamente.

—¡Hermosa doncella! —la saludó—. ¿Qué os ocurre? ¿Qué necesitáis?

Godorik, el magnífico · Página 77

—No sé si eran mercenarios o no —suspiró Godorik—. No sé casi nada. Por lo que dijeron parecía que los habían contratado para algo, para… —hizo una pausa, intentando recordar— algo de una organización que quería ofrecer una verdad a alguien.

—¡Ajá! —exclamó el doctor—. ¿Y qué organización es esa?

—¿Y yo qué sé? —contestó Godorik.

—¿Cómo que y tú qué sabes? ¡Piensa, hombre, piensa! —siguió Agarandino—. Eso quiere decir que hay una organización entera que conoce los planes de ese falso Gidolet, o verdadero Gidolet, o lo que sea, y está intentando impedir que los lleve a cabo. ¡Son exactamente la gente que necesitas!

—Eso está muy bien, doctor —dijo Godorik—, pero ¿cómo voy a encontrar a esa gente, suponiendo que exista y que no estemos malinterpretando todo esto? No creo que vayan por ahí anunciándose, teniendo en cuenta que hay mercenarios armados detrás de ellos.

—Mmh… bien, no —concedió Agarandino, que sin embargo estaba convencido de que aquella pista era buena, y no quería soltarla—. ¿Y qué hay de los cadáveres que dices que viste cuando te dispararon? ¿Quién era esa gente?

—No lo sé —admitió Godorik.

—Podrían ser miembros de esa organización —insistió el doctor.

—O también podrían no ser nadie que tenga algo que ver con esto. De todas maneras, no sé sus nombres.

—¡Pero sabes dónde y cuándo los mataron! —exclamó el doctor—. Seguro que puedes husmear un poco por allí, y averiguar varias cosas. ¡Venga, hombre! No puedo creer que no se te haya ocurrido esto antes.

—No es tan mala idea —musitó Godorik, preguntándose también a su vez por qué no se le había ocurrido eso antes.

—¡Claro que no es mala idea! —volvió a insistir Agarandino—. ¡Si es que estás en Babia! Y nosotros estamos en Babia también, todo hay que decirlo, porque tampoco se nos ha ocurrido hasta ahora, pero siendo tu asunto y no el nuestro creo que eso es más perdonable…

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 53

53

—Estamos aquí reunidos, queridos colegas y amigos —declamó Arole Sanvinto, con pose majestuosa, en cuanto los dirigentes se hubieron acomodado bajo la pagoda de hiedra y enrejado—, para discutir nuestro plan de acción conjunta frente a las despreciables fuerzas del Mal. Como bien sabéis, mis amables compatriotas…

Los Sumos Sacerdotes y los alcaldes lo escuchaban con tanta atención que parecía que ni parpadeaban. Marinina, que descansaba cómodamente sobre el banco acolchado que le habían dejado para ella sola, miró a su alrededor; el resto de los integrantes de las comitivas, que no eran peces tan gordos, se habían quedado en las lindes del claro, y socializaban alegremente con sus paisanos de otras ciudades mientras se celebraba la reunión. Maricrís, un poco nerviosa, paseó la vista por ellos, buscando algo que ni ella sabía qué era; consiguió localizar a Aragad, que le dirigió una amable sonrisa, pero eso no la tranquilizó demasiado. No lograba librarse de la sensación de que algo iba muy mal.

—… nuestra esperanzadora enviada, la que ha inspirado nuestra causa —decía en ese momento Sanvinto. Maricrís volvió repentinamente a la realidad—, Marinina Crysalia Amaranta Belladona.

Y la señaló a ella. Todos los líderes comenzaron a aplaudir de inmediato, y se escucharon palabras de aliento y animadas interjecciones. Marinina se ruborizó y miró tímidamente a los dignatarios, uno por uno; y no pudo dejar de notar que Barbacristal no aplaudía con demasiada convicción.

—Gracias a ella, hemos logrado reunir el valor necesario para buscar dentro de nuestros corazones —continuó Sanvinto, que parecía muy satisfecho con su papel de orador principal— y enfrentarnos a aquello que sabíamos desde hace mucho tiempo: el Mal debe ser destruido, cuanto antes mejor.

—Sin embargo, Arole —intervino por primera vez Barbacristal—, durante mucho tiempo hemos pensado que no era oportuno iniciar la ofensiva, puesto que una guerra abierta crearía mucho más sufrimiento para ambas partes de lo que ahora produce la existencia de Kil-Kyron.

—Así es, mi querido Barbacristal —contestó Sanvinto, fastidiado—. Pero eso ha cambiado.

—¿Cuándo ha cambiado? —preguntó Barbacristal, recostándose relajadamente sobre su banco—. ¿Y cómo?

Sanvinto tuvo que controlarse para no bufar.

—Nos hemos percatado, gracias a esta hermosa muchacha —respondió grandilocuentemente—, de que todo este tiempo hemos estado equivocados: el Mal nunca desaparecerá por sí mismo. Tendremos que arrancarlo de las entrañas de la tierra, por cualquier método a nuestro alcance; puesto que si no lo hacemos no lograremos nada más con nuestra espera que darle tiempo para que crezca y se multiplique una vez más.

Barbacristal frunció el ceño, y no pareció muy convencido con esa respuesta; pero no dijo nada. Sanvinto se apresuró a dar el tema por zanjado lo antes posible, y abrió la boca para seguir con su discurso. Pero antes de que pudiera decir nada, Sigabir, el alcalde de Río Feliz, lo interrumpió:

—Entonces, Arole… ¿cuál es exactamente nuestro plan para derrotar a esos malvados seguidores de la Oscuridad?

Godorik, el magnífico · Página 76

—Sin embargo, la probabilidad de que este Gidolet sea el que busco es alta —Godorik se encogió de hombros—. Tengo que hacerlo. Además, también me arriesgaría yendo a la oficina de patentes, sin saber siquiera si han registrado algo allí o no, o si eso tiene algo que ver con todo esto.

—Bueno, haz lo que quieras —suspiró Agarandino— , aunque, la verdad, no sé muy bien qué esperas encontrar en casa de ese Gidolet, o en la del anterior. Aunque sean terroristas no van a tener un cartel en su salón donde ponga en letras grandes «SOY UN TERRORISTA», ¿sabes?

—Ya, ya —respondió Godorik, exasperado—. Tampoco es eso lo que busco. Pero mira, he ido a hacerle una visita a Severi Gidolet, y ahora estoy convencido de que él no es el tipo al que busco.

—Sí, y si sigues así, después de hacer un par de cientos de miles de visitas quizás podrás descartar a una parte de los habitantes de esta ciudad —se burló el doctor.

—¿Y qué quiere usted que haga? —Godorik arrugó la frente—. No tengo muchas más pistas que seguir. Lo de la patente también es una idea, pero lo más probable es que no lleve a nada.

—¿Y qué hay de los tipos que te dispararon? —sugirió de repente Manni—. ¿Te acuerdas de su cara? Porque, si los persigues a ellos, al menos estarás seguro de que han hecho algo ilegal.

Godorik reflexionó sobre esto por un instante.

—No, no me acuerdo de su cara —dijo al fin—. Estaba demasiado oscuro.

—¿Y no tienes alguna otra forma de identificarlos? —preguntó el robot.

—No lo sé —bufó su interlocutor, aún pensativo.

—De todas maneras, dijiste que eran una especie de mercenarios, ¿no? —intervino Agarandino—. No sé si sabrán mucho de lo que planean los mandamases.

Una bala para el príncipe · Capítulo III

Capítulo III

Los príncipes de la nación eran tres, y pertenecían a la muy renombrada casa de Pravano. Esta dinastía reinaba en el país desde hacía ya varios siglos; el actual rey, Alfonso Pravano, llevaba siéndolo durante décadas, y a pesar de que estaba ya mayor gozaba de mucha popularidad entre sus súbditos. Nunca había tenido siquiera que demostrar que era un buen rey, más que nada porque durante su reinado no había pasado nada muy importante; y probablemente esta era, junto a su jovialidad y llaneza, la base de su buena fama.

Este rey había tenido tres hijos, los tres varones, que eran los que ahora llegaban a Navaseca, y que como estaba planeado se alojaron en el hotel Babilonia. A Ernesto Babel le hacían los ojos chiribitas al pensar en la publicidad que aquello daría a su hotel; y, por supuesto, desde antes de que los príncipes pasaran por el umbral de la puerta se desvivió por contentarlos, y por dirigirles todas las atenciones humanamente posibles.

Contentar al príncipe heredero, su alteza real Eduardo Pravano, no era difícil. Eduardo Pravano tenía veintinueve años, un rostro muy hermoso, porte principesco y modales complacientes. Había nacido de para ser rey en lo que respectaba a la belleza de sus facciones, a su seriedad y a su incansable dedicación a los asuntos de estado; pero en el fondo albergaba pocos deseos de sociedad, y habría rehuido, si eso hubiera sido posible, cuantas veladas aristocráticas y cenas en su honor hubiese podido. Sin embargo, se tomaba su condición de próximo monarca del país muy en serio, y pretendía dedicarse al servicio de sus súbditos con todas las buenas intenciones de su padre el dicharachero Alfonso XI y todo el entendimiento que le proporcionaban una sólida formación y la familiaridad con las nuevas ideas de progreso que estaban abriéndose paso en el continente. Era un hombre de mente abierta y maneras fáciles, y estaba siempre dispuesto a dejarse agradar cuanto fuese posible; y, aunque las múltiples atenciones de Ernesto Babel y todos sus empleados no tardaron en resultarle excesivas, se declaró en todo momento satisfecho y se mostró paciente con cuanto innecesario bombo lo rodeaba.

Los otros dos príncipes, no obstante, eran harina de otro costal. El segundo príncipe, Carlos Pravano, era un poco menos agraciado que su hermano mayor, pero lo compensaba cuidando su imagen mucho más. El lustroso cabello rubio marca de fábrica de la casa Pravano, que su hermano llevaba decentemente recortado, lo tenía Carlos largo y sedoso, en una melena tan deslumbrante que parecía más la de una princesa de cuento que la de un joven de veintiséis años. Además, iba siempre a la última moda, tan emperifollado como exigiesen los cánones de belleza; y era el más incorregible casanova que había pisado la casa real en mucho, mucho tiempo. No era tan inteligente como Eduardo, ni mucho menos tan dedicado; había descuidado su educación en favor de fiestas y cacerías, y su ocupación principal era conquistar a una muchacha tras otra. No obstante, al contrario que su hermano, tenía gran facilidad de trato con la gente, y le gustaba sobremanera rodearse de cuantas más personas mejor. Era divertido, charlatán, desenvuelto y carismático, y se ganaba un hueco en el corazón de la gente con mucha más soltura que Eduardo.

Por último, estaba el tercer príncipe. Ludovico Pravano habia cumplido ya veintidós años, pero no tenía ni la dignidad real de Eduardo ni la facilidad de trato de Carlos. Era el menos guapo de todos, y el más descuidado; se vestía sin gusto ni gracia, no mostraba ningún interés por su aspecto, y olvidaba peinarse con frecuencia. Tampoco sus labores principescas llamaban su atención en lo más mínimo; su pasión eran las artes y las ciencias, y en ellas estaba inmerso, prestando muy poca atención a lo que pasaba a su alrededor. A Ludovico no se le había perdido nada en bailes y recepciones, y no tenía ningún problema en dejar que se le notase; era todo lo contrario a Carlos, y en consecuencia apenas tenía relación con él. Con Eduardo, en cambio, se llevaba mejor, aunque a veces ese no podía dejar de desear que su hermano hiciese un esfuerzo por mostrarse más sociable.

Al poco tiempo de su llegada, se celebró en el hotel Babilonia una recepción en honor de los tres príncipes de la nación. Toda Navaseca se presentó en aquel evento, vestida con sus mejores galas y ansiosa por tomar parte en uno de los pocos acontecimientos que aquel año iban a distraer a la ciudad. Fue tanta gente que el salón principal del hotel, que no era nada pequeño, se llenó por completo; acudió hasta la condesa Morániz, y eso que no hacía mucho que esta ilustre dama había declarado su intención de no volver a asomarse por el hotel Babilonia, por encontrarlo un sitio demasiado vulgar para su gusto.

Entre tantas apreturas, la estrella de la noche fue sin duda el príncipe Carlos. Bailó más veces que piezas tocó la orquesta, lo que cualquier otro habría encontrado humanamente imposible; y aún le sobró tiempo para dejarse ver sosteniendo relajadamente una copa de champán en la mano, rodeado por un corro de jóvenes admiradoras. Sus dos hermanos, por el contrario, pasaron una gran parte de la noche en una esquina del salón, Eduardo saludando y siendo saludado por una inacabable lista de personalidades y Ludovico mirando las musarañas perdido en sus pensamientos; pero, aunque de vez en cuando Eduardo lanzaba una mirada de reojo en dirección a Carlos, preocupándose por lo mucho que su comportamiento llamaba la atención, apenas hubo interacción entre ellos en toda la noche.

Sin embargo, no era a Eduardo al único al que incomodaban las maneras del príncipe Carlos. El rápido y monumental éxito que su franqueza y espontaneidad no tardaron en depararle le ganó de una vez la enemistad eterna de Leandro Ligoria, que era el casanova local y no podía soportar ver cómo sus seguidoras habituales se cambiaban de chaqueta e iban a colgarse de la del segundo príncipe, aunque fuese de forma temporal. Fastidiado, decidió no quedarse a la zaga; y empezó a competir descaradamente contra Carlos, tratando de llamar la atención cuanto podía, aunque no teniendo en ello tanto éxito como habría deseado.

Mientras tanto, Elina Goder estaba un poco abandonada. Había llegado allí con Ligoria, pero ahora este la había dejado sentada en un sofá y se había ido a revolotear por ahí; y Elina, incómoda, se pasaba la bebida de una mano a la otra y no sabía muy bien qué hacer. Así la encontró Alejandro Sorés, que no pudo resistir la tentación de acercarse otra vez a ella.

—¿Cómo? —la interpeló sonriente, fingiendo una sorpresa que no sentía en absoluto—. ¿Su apuesto galán la ha dejado sola? No puedo creerlo; qué vergüenza.

—No sé muy bien dónde ha ido Leandro —reconoció Elina; pero le devolvió la sonrisa—. ¿El señor Sorés, verdad? El magnate de los barcos.

—El magnate de los barcos, eso es —contestó Sorés, riéndose, y se sentó junto a ella en el canapé—. Pero lo cierto es que no soy exactamente un magnate, ni tampoco me dedico únicamente a los barcos.

—Eso es un alivio —respondió Elina, riéndose también—, porque debe de ser un poco difícil dedicarse únicamente a los barcos en una ciudad que, como Navaseca, no tiene puerto de mar.

—Muy observadora —se burló de ella Sorés, aunque sin maldad—. ¿De dónde es usted?

—De Descarra, en el norte —dijo Elina—, pero de la provincia; de un pueblo llamado Villaverán.

—¿Un pueblo grande?

—Un pueblo… mediano —dudó Elina, antes de echarse a reír otra vez—. Un pueblo mediano en el que no pasan muchas cosas. Pero, si es usted de aquí de la ciudad, igual no sabe a qué me refiero; en Navaseca siempre hay algo que hacer.

—No sé si sé a que se refiere usted —contestó Sorés, algo desconcertado—, pero, si le parece que en Navaseca siempre hay cosas que hacer, en Villaverán debe de pasar realmente poco. Y ¿a qué vino usted a la ciudad?

—Oh, a conocer gente… a ver mundo, ya sabe usted —sonrió la joven—. Quería vivir la experiencia de ir a la gran ciudad, pero la capital estaba demasiado lejos, y… ¿sabe? Le confieso que la idea de irme directamente a la capital me intimidó un poco. Me dije, no, Elina; empieza por Navaseca, que está más cerca, y será algo más simpática.

Sorés habría podido decirle allí mismo que estaba muy equivocada, no en lo de la distancia pero desde luego mucho en lo de la simpatía; pero, a pesar de que normalmente no se guardaba sus comentarios hirientes, y lo más que hacía era camuflarlos bajo una apariencia de urbanidad, no lo hizo. Sorprendido, se dio cuenta de que Elina Goder empezaba a gustarle. Era muy hermosa, y tenía una frescura y un encanto que le resultaban casi irresistibles. Por un momento pensó en Samanta Vaseli, a la que llevaba ya un tiempo haciéndole la corte, y que en comparación con Elina era insípida tanto en belleza como en interés; pero tras un instante de confusión se recordó que lo único que le interesaba de Samanta Vaseli era su herencia, y que no podía dejar que ninguna Elina Goder lo distrajese de ese objetivo.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Elina, pues se le había ido el santo al cielo por un momento. Sorés volvió de inmediato a la realidad, y le aseguró que estaba perfectamente; y después, distinguiendo la cabeza de Samanta Vaseli entre la multitud, reprimió un suspiro y buscó una excusa para librarse de Elina lo más rápidamente posible. Por suerte para él, su mirada recayó enseguida sobre Juan Quiroga.

—¿Conoce usted al señor Quiroga? —preguntó a la chica. Se apresuró a hacer las presentaciones, y marchándose tan rápidamente como pudo fue a hacerle la corte a Samanta, que le recibió, como de costumbre, con un entusiasmo tan genuino como adormecedor.

En la esquina principesca, mientras tanto, Herberto Bronvich había conseguido hacerse un hueco entre sus altezas reales. Llevaba ya un buen rato entreteniendo a Eduardo Pravano con sus anécdotas disparatadas; y ahora había logrado presentarles a su hija, aunque más porque Sofía pudiera participar en lo que él consideraba la diversión de socializar con tan egregios personajes que porque esperara que algo en concreto saliera de ello.

Sofía Bronvich, sin embargo, no compartía del todo estas ideas de su padre. Hizo una tiesa reverencia frente a los príncipes, que fue correspondida con un educado saludo, y sostuvo durante medio minuto una anodina conversación con Eduardo; hasta que Herberto, cansado de sus infructuosos esfuerzos por hacer lo mismo con Ludovico, se acercó al príncipe heredero y la dejó a ella en la sociedad del menor.

—¿Se divierte su alteza? —le preguntó a este. Ludovico tardó un momento en responder.

—No mucho —dijo, y volvió a mirar hacia otro lado.

Con esto, Sofía dio por terminada su obligación hacia aquellas reales figuras, y se alejó de allí sin más ceremonia. Los príncipes no le llamaban la atención, y no estaba acostumbrada a tratar con gente que tenía tanto más poder e influencias que ella misma; prefería tener compañía de la que pudiera burlarse sin trabas, y que le proporcionara tantos chismes como fuera posible.

En aquella sala abarrotada, acabó, no obstante, sentada al lado de Leonor Calet. Leonor Calet no era precisamente la persona a la que uno tenía que dirigirse si quería que lo entretuviesen con cotilleos y sandeces; era una muchacha delgada y escuchimizada, bastante fea, que no se vestía muy a la moda y que pasaba la mayor parte de su tiempo en casa junto a su madre y hermanos, y cuando uno hablaba con ella acababa discutiendo las más de las veces sobre literatura antigua. A esa fiesta había asistido también con sus padres y sus hermanos mayores; los primeros estaban sentados cerca y apenas habían abierto la boca en las dos horas que llevaban allí, y los segundos estaban desperdigados por el salón.

—¿Son esos los príncipes? —le preguntó Leonor, cuando la vio llegar. Sofía asintió con un bostezo.

—Sí, el príncipe heredero y su hermano pequeño. Ambos mucho menos divertidos que el hermano de en medio —contestó, dirigiendo un ojo a Carlos Pravano, que ocupaba el centro de su propio corro en mitad del salón.

—Sofía, por favor —se escandalizó Leonor—, no digas esas cosas sobre los príncipes de la nación.

Sofía tuvo que morderse la lengua para no decir que opinaba que los príncipes de la nación, el primero y el tercero al menos, eran aburridos a más no poder. Entonces se le ocurrió algo; los príncipes eran aburridos; Leonor Calet era aburrida; eran la compañía perfecta una para los otros. Con esto en mente, sonrió a su interlocutora con algo de malicia.

—Dime, ¿por qué no vas a hablar con ellos? —sugirió—. Seguro que te gustarán; la conversación del príncipe Ludovico es especialmente interesante.

—No me han presentado a ellos —se ruborizó Leonor.

—Mi padre está por allí —dijo a eso Sofía—. Él puede presentártelos; no te preocupes por eso.

Leonor, un poco intimidada, miró en dirección a sus padres.

—No sé si es una buena idea —respondió al fin.

—¿Por qué no, hija? —intervino sin embargo el señor Calet, un hombre ya entrado en años con un enorme bigote—. Yo no veo ningún inconveniente. Es más, deberíamos ir todos.

Y se levantó. La señora de Calet y él se dirigieron hacia los príncipes, y a Leonor no le quedó más remedio que ir también, mientras Sofía contemplaba la comitiva desde el banco que ahora tenía para sí sola, muy satisfecha de sí misma. Como había pronosticado, Herberto Bronvich se hizo responsable inmediatamente de presentar a los Calet a sus altezas reales; y estos se esforzaron de inmediato en congeniar con ellos. Durante un buen rato, hasta que encontró una ocupación mejor, Sofía observó desde la distancia cómo Eduardo Pravano conversaba con Leonor Calet, y atendía con expresión interesada todo lo que ella decía.